En las comidas familiares, esas que se hacían en los buenos tiempos, con mesa larga y toda la familia presente, a la hora del café, la anfitriona ⎯que siempre hacía un café muy aguadito⎯ iba poniendo azúcar ⎯blanca y finita⎯ en cada una de las tazas y las iba pasando a todos los comensales: esposo, hijos y nietos.
El tío Fernando ⎯campechano de nacimiento, que había vivido en Nueva York y se preciaba de ser un bebedor profesional de café, catador de las mejores mezclas, y conocedor del café de altura⎯ presenciaba, todos los domingos, el despreciable endulzamiento de tan deliciosa bebida y a gritos decía algo así como:
No puedo creerlo, definitivamente la gente no sabe tomar café. ¿Cómo es posible que lo echen a perder de esa manera, endulzándolo y quitándole su sabor y aroma originales. ¿Cómo es posible que prefieran el sabor del azúcar al del café? Yo llevo 40 años tomando café y jamás lo he endulzado. El café se toma solo.
Uno de esos domingos, entre el ajetreo de la sobremesa, los gritos de los niños en el jardín y la acalorada discusión de los señores ⎯sobre si los Yankees habían perdido la serie mundial del 28 porque no bateó Babe Ruth y cosas por el estilo⎯, una de esas tazas endulzadas llegó por equivocación al tío Fernando, quien, sin darse cuenta, le dio un gran sorbo. De inmediato gritó furioso, interrumpiendo la discusión y llamando la atención de todos los comensales:
¡No puede ser! ¡Esto es inaudito! ¡Inconcebible! ¡No lo puedo creer! ¡Llevo 40 años viviendo en el error! No cabe duda de que el café sabe mucho mejor con azúcar.