David Robert Jones, Londres, 8 de enero de 1947 — 10 de enero de 2016.
Descubrí a David Bowie tarde, a los 25 años. Escuché «Young Americans», de su época de plastic soul, cuando vivía en Nueva York enloquecido por la cocaína. La cualidad metálica de su voz y la pegajosa melodía giraron en mi mente por semanas. Desde entonces lo perseguí ávidamente: su nombre artístico se lo debía a un cuchillo, tenía una pupila siempre dilatada, sabía tocar casi todos los instrumentos.
Me atrajo su indefinida sexualidad, su paso de lo gay a lo bi, hasta salir del clóset hetero. El año en que nací, 1973, Bowie declaraba la muerte de Ziggy Stardust, su alter ego más famoso —de entre los muchos que se creó―. Vi a los fanáticos llorar por el fin de este extravagante alienígena de pelo rojo que le hacía sexo oral a una guitarra. Fue la época de oro del Glam Rock, y Bowie uno de sus representantes esenciales.
Fue pintor, mimo y actor, sus videos y conciertos eran teatrales, hizo de duende, científico, vampiro y extraterrestre.
Experimentó musicalmente con tantos géneros… trabajó con leyendas del rock, influyó en cientos de artistas. Su «Trilogía de Berlín» fue considerada una obra maestra. Figuró en todas esas listas de los mejores artistas de todos los tiempos, como cantante, como estrella, como fashion icon, como ídolo avant garde.
En 2013, cuando muchos creían que su epopeya había acabado —10 años de silencio—, renació con un nuevo disco. Las esperanzas de sus fanáticos se encendieron nuevamente: el «Camaleón» estaba de vuelta. Pensamos en canciones nuevas, en más videos hipnóticos, en un corazón agotado que no deseaba dejar de latir a pesar de las enfermedades, los resquicios de las drogas y el inevitable paso del tiempo.
En 2015 estrenó dos videoclips (Blackstar y Lazarus) pertenecientes a su último disco: Blackstar. En ellos pudimos conocer a «Lazarus», el hombre que resucita de entre los muertos.
El concepto, duro y oscuro, nos hizo viajar por un universo apocalíptico, por paisajes de locura, con los monstruos que se esconden en el armario.
Como cada obra de Bowie, su último álbum fue él siendo otro, o más bien, otros. Seres de pesadillas con un toque de profunda sensualidad.
Una vez más se ponía ante nuestros ojos con todos sus misterios. Imaginemos una cápsula del tiempo que se abre dentro de 200, 500, 1000 años. Dentro de ella hay fotos enmohecidas, productos descontinuados, objetos vetustos e inservibles. El informe de quienes abran esta cápsula dirá:
«Tenemos una prueba que indica una clara posibilidad de los viajes en el tiempo. Hallamos una caja de acrílico cuyo contenido consiste en un dispositivo —hecho con tecnología del siglo XX— que reproduce música contemporánea. En la imagen de cubierta se ve un hombre de nuestra era situado en un barrio antiguo, suponemos que de dos o tres siglos de antigüedad. Antes de aportar más información seguiremos analizando este objeto sui géneris y cómo este ser humano —si es que es de este mundo— llegó a ese tiempo y espacio. Lo único que podemos revelar por el momento es que podría llamarse David Bowie o Ziggy Stardust.»