«Un bon croquis vaut mieux qu’un long discours» ―«Un buen dibujo es mejor que un largo discurso»―, dijo Bonaparte, y con ello aleccionó a las madres de todo el mundo que, en la posteridad, evitarían las largas llamadas telefónicas con ambiguas instrucciones y usarían, en cambio, «mapitas» de las galas en las que, entre globos y deprimidos ―y deprimentes― animadores, por fin encontrarían el modo de agotar las energías de los críos.
Del francés croquis, derivado de croquer, voz del siglo xviii que, en una primera acepción onomatopéyica, significa ‘crujir’ y, por extensión, «comer algo que cruje».1 Son derivados también croquant, ‘crocante’, croquette, ‘croqueta’, y crocada, este último, también por relación onomatopéyica, «golpe recibido en la cabeza».
Esta palabra se usa para denominar a cualquier dibujo básico que, sin contar con elementos de precisión gráfica o geométrica, tiene validez por su utilidad como copia de un modelo.
Sin embargo, el sentido al que hace referencia este término trasladado al español es al del material que sirve para «indicar a grandes rasgos la primera idea de un cuadro o dibujo»2 Joan Corominas, Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico; Madrid: gredos, 1980., a la cual se llega por medio de una acción rápida, casi instantánea… apenas en un ¡crac!
El dem —porque este galicismo es usual sólo en México― define esta palabra como un «dibujo aproximado, esquemático y preliminar del plano de un terreno, de
una construcción, de un aparato, etcétera», por lo que funcionan como símiles categóricos esbozo, bosquejo y boceto.
El croquis es la representación de una idea que se ha concebido y que, aunque no tenga la intención de mostrar detalles visuales sobre dimensiones, contenidos, contextos o cualquier tipo de cálculo matemático ―como en el caso de mapas y planos―, tiene utilidad comprobable en la representación de una cosa o un espacio específico.
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