Crímenes; todos nos hemos preguntado qué motiva a una persona a cometer un asesinato, pero pocos han estado en posición de averiguarlo. Uno de los curiosos afortunados que llegó a saberlo —y vivió para contarlo— es Max Aub (1903-1972), un hombre y un escritor fuera de serie.
Nacido en París, hijo de padre alemán y madre judía, se crió desde pequeño en España. Apoyó a la República durante la Guerra Civil, por lo que se exilió en Francia de 1939 a 1942 y después en México., de quien presentamos una selección de esos motivos criminales.
«He aquí material de primera mano. Pasó de la boca al papel rozando el oído. Confesiones sin cuento: de plano, de canto, directas, sin más deseos que explicar el arrebato. Recogidas en España, en Francia y en México, a través de más de 20 años, no iba —ahora— a aderezarlas: razón de su vulgaridad. Hiciéronlas intentando, sin duda, ponerse a bien con Dios, huyendo del pecado.
Los hombres son como los hicieron y querer hacerlos responsables de lo que, de pronto, les empuja a salirse de sí, es orgullo que no comparto. Los años me han abierto a la comprensión. Desembuchan escuetamente las razones nada oscuras que los llevaron al crimen, sin otro motivo que dejarse arrastrar por su sentimiento. Ingenuamente dicen —a mi ver— verdades.
Por otra parte, se parecen. ¿A quién extrañará? Un siciliano, un albanés mata por lo mismo que un dinamarqués, un noruego o un guatemalteco. No digo que un norteamericano o un ruso, por no herir fuertes susceptibilidades. No hacen alarde, se quedan en lo que son. Se dan a conocer con llaneza.
Reconozco que, para hacerles hablar sin prejuicios, recurrimos —que no lo hice solo— a cierta droga hija de algunos hongos mexicanos, de la sierra de Oaxaca, para ser más preciso. Pero no publico sino lo que fui autorizado por quien podía hacerlo. No doy nombres, pero los tengo. “Da esfuerzo al corazón el vino”, se dice en una famosa novela española. […]
P. D. —En contra de lo que se pueda suponer, sólo dos confesiones vienen de boca de alienados. En general, los locos fueron decepcionantes. […] México, 1956».
– Lo maté porque habló mal de Juan Álvarez, que es muy mi amigo y porque me consta que lo que decía era una gran mentira.
– Lo maté en sueños y luego no pude hacer nada hasta que lo maté de verdad. Sin remedio.
– Era tan feo el pobre, que cada vez que me lo encontraba, parecía un insulto. Todo tiene su límite.
– Estábamos en el borde de la acera, esperando el paso. Los automóviles se seguían a toda marcha, el uno tras el otro, pegados por sus luces. No tuve más que empujar un poquito. Llevábamos doce años de casados. No valía nada.
¿Usted no ha matado nunca a alguien, por aburrimiento, por no saber qué hacer? Es divertido.
– Me quemó duro con su cigarrillo. Yo no digo que lo hiciera con mala intención. Pero el dolor es el mismo. Me quemó, me dolió, me cegué, lo maté. No tuve —yo tampoco— intención de hacerlo. Pero tenía aquella botella en la mano.
– Lo maté porque estaba seguro que nadie me veía.
– Soy maestro. Hace diez años que soy maestro de la escuela primaria de Tenancingo, Zacatecas. Han pasado muchos niños por los pupitres de mi escuela. Creo que soy un buen maestro. Lo creía hasta que salió aquel Panchito Contreras. No me hacía ningún caso, ni aprendía absolutamente nada: porque no quería. Ninguno de los castigos surtía efecto. Ni los morales, ni los corporales. Me miraba, insolente. Le rogué, le pegué. No hubo modo. Los demás niños empezaron a burlarse de mí. Perdí toda autoridad, el sueño, el apetito, hasta que un día no lo pude aguantar y, para que sirviera de precedente, lo colgué del árbol del patio.
“Lo maté porque en vez de comer, rumiaba.”
– Salimos a cazar patos silvestres. Me agazapé en el tollo. ¿Qué me empujó a apuntar a ese hombre rechonchito y ridículo, con sombrero tirolés, con pluma y todo?
– Le pedí El excélsior y me trajo El popular. Solicité unos Delicados y me trajo Chesterfield. Le pedí una cerveza clara y me trajo una negra. La sangre y la cerveza, revueltas por el suelo, no son una buena combinación.
– Hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba. Y venga a hablar. Soy una mujer de mi casa. Pero aquella criada gorda no hacía más que hablar, y hablar, y hablar. Estuviera yo donde estuviera, venía y empezaba a hablar. Hablaba de todo y de cualquier cosa, lo mismo le daba. ¿Despedirla por eso? Hubiera tenido que pagarle sus tres meses. Además hubiese sido muy capaz de echarme mal de ojo. Hasta en el baño: que si esto, que si aquello, que si lo de más allá. Le metí la toalla en la boca para que se callara. No murió de eso, sino de no hablar: se le reventaron las palabras por dentro.
“Lo maté porque tenía una pistola. ¡Y da tanto gusto tenerla en la mano!”
– ¡Si el gol estaba hecho! No había más que empujar el balón, con el portero descolocado… ¡Y lo envió por encima del larguero! ¡Y aquel gol era decisivo! Les dábamos en todita la madre a esos chingones de la Nopalera. Si de la patada que le di se fue al otro mundo, que aprenda ahí a chutar como Dios manda.
– ¡Era safe, señor! Se lo digo por la salud de mi madrecita, que en gloria esté… Lo que pasa es que aquel ampayer la tenía tomada con nosotros. En mi vida he pegado un batazo con más ganas. Le volaron los sesos como atole con fresa…
– Había terminado la tarea, no crean que fue cosa fácilm ocho días para poner en limpio aquel plano. A la mañana siguiente eran las pruebas semestrales. Y aquel pendejo, que va, y viene a llenar su tiralíneas en mi botella de tinta china y la deja caer sobre mi plano… Fue natural: le planté el compás en el estómago.
– Yo había encargado mis tacos mucho antes que ese desgraciado. La mesera, meneando las nalgas como si nadie más que ella tuviera, se los trajo antes que a mí, sonriendo. La descristiané de un botellazo: yo había encargado mis tacos mucho antes que ese desgraciado, cojo y con acento del norte, para mayor INRI.
“De mí no se ríe nadie. Por lo menos ése ya no.”
– ¿Qué quieren? Estaba agachado. Me presentaba la popa de una manera tan ridícula, tan a mano, que no pude resistir la tentación de empujarle…
– No puedo tocar el terciopelo. Tengo alergia al terciopelo. Ahora mismo se me eriza la piel al nombrarlo. No sé por qué salió aquello en la conversación. Aquel hombre tan redicho no creía más que en la satisfacción de sus gustos. No sé de dónde sacó un trozo de aquel maldito terciopelo y empezó a restregármelo por los cachetes, por el cogote, por las narices. Fue lo último que hizo.
– Lo maté porque me dolía la cabeza. Y él venga a hablar, sin parar, sin descanso, de cosas que me tenían completamente sin cuidado. La verdad, aunque me hubiesen importado. Antes, miré mi reloj seis veces, descaradamente: no hizo caso. Creo que es una atenuante muy de tenerse en cuenta.
– Era más inteligente que yo, más rico que yo, más desprendido que yo; era más alto que yo, más guapo, más listo: vestía mejor, hablaba mejor; si ustedes creen que no son eximentes, son tontos. Siempre pensé en la manera de deshacerme de él. Hice mal en envenenarlo: sufrió demasiado. Eso, lo siento. Yo quería que muriera de repente.
– Tenía un forúnculo muy feo, con la cabeza gorda, llena de pus. El médico aquél —el mío estaba de vacaciones— me dijo: —¡Bah! Eso no es nada. Un apretón y listo. Ni siquiera lo notará.
Le dije que si no quería darme una inyección para mitigar el dolor.
—No vale la pena —lo malo es que al lado había un bisturí. Al segundo apretujón se lo clavé. De abajo a arriba. Según los cánones.
– Ahí está lo malo: que ustedes creen que yo no le hice caso al alto. Y sí. Me paré. Cierto que nadie lo puede probar. Pero yo frené y el coche se detuvo. En seguida la luz verde se encendió y yo seguí. El policía pitó y yo no me detuve porque no podía creer que fuera por mí. Me alcanzó enseguida con su motocicleta. Me habló de mala manera: “Que si por ser mujer creía que las leyes de tránsito se habían hecho para los que gastan pantalones”. Yo le aseguré que no me pasé el alto. Se lo dije. Se lo repetí. Me solivianté: la mentira era tan flagrante que se me revolvió la sangre.
Ya sé yo que no buscaba más que uno o dos pesos, o tres a lo sumo.
Pero bien está pagar una mordida cuando se ha cometido una falta o se busca un favor. ¡Pero en aquel momento lo que él sostenía era una mentira monstruosa! ¡Yo había hecho caso a las luces! Además, el tono: como sabía que no tenía razón se subió en seguida a la parra.
Vio una mujer sola y estaba seguro de salirse con la suya. Yo seguí en mis trece. Estaba dispuesta a ir a Tránsito y a armar un escándalo. ¡Porque yo pasé con luz verde! Él me miró socarrón, se fue delante del coche e hizo el intento de quitarme la placa. Se inclinó. No sé qué me pasó entonces. ¡Aquel hombre no tenía ningún derecho a hacer lo que estaba haciendo! Yo tenía la razón. Furiosa, puse el coche en marcha, y arranqué…
– Era imbécil. Le di y le expliqué la dirección tres veces, con toda claridad. Era sencillísimo: no tenía sino cruzar la Reforma a la altura de la quinta cuadra. Y las tres veces se embrolló al repetirla. Le hice un plano clarísimo. Se me quedó mirando, interrogante:
—Pos no sé —y se alzó de hombros. Había para matarlo. Lo hice. Si lo siento o no, es otro problema.
– ¿Para qué tratar de convencerle? Era un sectario de lo peor, cerrado de mollera como si fuese Dios Padre. Se la abrí de un golpe, a ver si aprende a discutir. El que no sabe, que calle.
-Lo maté por idiota, por mal pensado, por tonto, por cerrado, por necio, por mentecato, por hipócrita, por guaje, por memo, por farsante, por jesuita, a escoger. Una cosa es verdad: no dos.
– La maté porque le dolía el estómago.
– Lo maté porque bebí lo justo para hacerlo.
– Empezó a darle al café con leche con la cucharita. El líquido llegaba al borde, llevado por la violenta acción del utensilio de aluminio. (El vaso era ordinario, el lugar era barato, la cucharilla usada, pastosa de pasado.) Se oía el ruido de metal contra el vidrio. Ris, ris, ris, ris. Y el café con leche dando vueltas y más vueltas, con un hoyo en su centro. Maëlstrom. Yo estaba sentado enfrente. El café estaba lleno.
El hombre seguía moviendo y removiendo, inmóvil, sonriente, mirándome. Algo se me levantaba de adentro. Le miré de tal manera que se creyó en la obligación de explicarse: —Todavía no se ha deshecho el azúcar. Para probármelo dio unos golpecitos en el fondo del vaso. Volvió enseguida con redoblada energía a menear metódicamente el brebaje. Vueltas y más vueltas, sin descanso, y el ruido de la cuchara al borde del cristal. Ras, ras, ras. Seguido, seguido, seguido sin parar, enteramente. Vuelta y vuelta y vuelta y vuelta. Me miraba sonriendo. Entonces saqué la pistola y disparé.
– ¿Ustedes no han tenido ganas de asesinar a un vendedor de lotería, cuando se ponen pesados, pegajosos, suplicantes? Yo lo hice en nombre de todos.
– La maté por no darle un disgusto.
– ¡Tenía el cuello tan largo!
– A mi hermana —de verdad, de verdad— nunca la pude tragar.