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Conspiraciones: breve manual para sobrevivir la paranoia

«Puede que la verdad esté allá afuera, pero las mentiras están dentro de tu cabeza», Terry Pratchett.

En el siglo xiv el filósofo franciscano Guillermo de Ockham desarrolló la «ley de la parsimonia», hoy conocida popularmente como «la navaja de Ockham». Según ésta, la explicación más sencilla para cualquier suceso suele ser la correcta.
Por supuesto, el mundo de las conspiraciones no funciona así; guiándose por una retorcida «lógica interna» —que sólo unos cuantos «entendidos» pueden comprender—, los «teóricos de la conspiración» ordenan el caos cotidiano imponiendo una atribución de responsabilidad. Así, todo suceso, sin importar lo cruel, absurdo e injusto que pueda ser, adquiere coherencia: siempre hay un grupo secreto —francmasones, judíos, globalistas, Madonna y Beyoncé, los Illuminati, los reptilianos— que dirige nuestros destinos;
las Torres Gemelas se desplomaron porque el gobierno es malvado; el Holocausto no ocurrió; hay una cura para elcáncer —vih, Alzheimer, autismo—, pero lasfarmacéuticas nos la están ocultando. El mundo es un desastre, pero todo tiene explicación.
¿Por qué creemos en tonterías?
Nuestros cerebros aman las conspiraciones. Buena parte
de la culpa la tienen nue ros mecanismos neuroló cos más prim ivos que, al intentar darnos armas para la supervivencia, nos hacen más susceptibles a las falacias. Nuestra especie está evolutivamente «programada» para reconocer patrones en el entorno, cuyas alteraciones pudieran alertarnos de amenazas ocultas — un arbu o se movía, para nue ros ance ros
era preferible «reconocer» el movimiento como un po ble depredador y salir huyendo, que con ar en que el viento era culpable y acabar devorados; he ahí el origen de la paranoia que envuelve a cualquier conspiración que se respete.
No sabemos lidiar con la incertidumbre y la ambigüedad.
 En el momento en que no logramos obtener la gratificación de una respuesta inmediata ante lo desconocido o lo caótico, crece nuestra necedad de tener una explicación concreta, de detener el estrés del «no saber». A esto se le llama «necedad de cierre cognitivo» y aumenta en presencia
de amenazas como un ataque terrorista, lo cual explica que pocas horas después del 9/11, de la masacre en la escuela primaria de Sandy Hook o del atentado durante el maratón de Bostón, las «teorías de la conspiración» despuntaran, muchas de ellas alegando que los eventos eran falsos,
 que las víctimas eran actores contratados en múltiples «escenarios» violentos o que, como es usual, todo había sido orquestado por el «Gran Poder» que manipula el mundo.
Sólo cuanto queremos ver
Durante la mayor parte de nuestra historia existimos en un ambiente de información dosificada a cuenta gotas. Apenas en el último siglo los medios masivos llegaron para dominar nuestras vidas, y nuestros cerebros aún no han tenido tiempo de adaptarse a la extraordinaria sobrecarga de información con la que Internet nos bombardea a cada momento, exacerbando nuestra innata pareidolia y provocando que encontremos mensajes subliminales en las canciones de kiss; caras en las fotografías que la nasa nos trae de Marte y la silueta de la virgen María en una rebanada de pan.
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Y ahí no acaban nuestros sesgos cognitivos, culpables de las maneras en cómo interpretamos la información:

  • El sesgo de confirmación nos induce a darle más «peso» a aquella evidencia que reafirma las ideas de las que ya estamos convencidos, ignorando o despreciando todo dato que nos contradiga. Esto explica por qué, aún con la ilimitada capacidad informativa y educativa de la Internet, las más absurdas «teorías» siguen proliferando.
  • El sesgo de proporción nos dice que todo evento de enormes proporciones debe tener enormes causas; es más fácil pensar que el 35° presidente de los EE. UU. fue víctima de un complicado plan que involucró a la CIA, 
a la KGB, a la mafia y hasta a Fidel Castro, a aceptar que simplemente fue asesinado por un loco armado.
  • El sesgo de intención se remite a los años de formación infantiles, donde aún no hemos aprendido a distinguir correctamente la relación entre causa y efecto, pensamos que todo a nuestro alrededor ocurre por una razón planeada y concreta, y, buscando seguridad, nos aferramos a las explicaciones que elaboramos.

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Viaje al centro de la conspiración
Existen ciertas características comunes entre aquellos
 que son propensos a «creer»: baja autoestima, narcisismo, tendencia a creer en lo sobrenatural, dificultad para empatizar, sensación de vulnerabilidad, y, con alta frecuencia una «mente cerrada» que sólo acepta opiniones similares
 a las suyas. Sin embargo, también aporta ciertos beneficios sicológicos que explican por qué resulta tan adictivo a «creer». Adoptar ideas poco usuales satisface nuestra necesidad
 de «ser especiales»; saber «la verdad» nos da confianza 
en nosotros mismos, nos prueba que somos valiosos
 e inteligentes, que sobresalimos de la masa.
La conspiración es un trabajo de grupo, una actividad social que ha encontrado su medio favorito en las redes y nos provee de una identidad personal que deriva de pertenecer a un grupo específico, a una camada segura que nos brinda reconocimiento. Así se producen las «cámaras de eco», círculos sociales —tangibles o virtuales— donde únicamente nos rodeamos de la opinión e influencia de aquellos que comulgan con nuestra visión del mundo, exacerbando el fenómeno de la «mentalidad de manada», en la que un individuo «racional» se verá fuertemente influenciado por el consenso de su grupo social, incluso si éste contradice sus creencias personales. Mientras más personas coincidan con una idea, será menos probable que dicho individuo decida contradecirlos.
Cómo curar a su conspiranóico
Paradójicamente, hay un cierto paralelismo entre las teorías científicas y las «teorías» de conspiración: ambas parten de un intento de explicar el mundo que nos rodea, aplicando el filtro de la observación, el empirismo y la lógica para buscar patrones de causa-efecto en el desorden. Obviamente, la ciencia requiere que sus hipótesis sean comprobables y si sus predicciones resultan incorrectas, debe aplicarse el «borrón y cuenta nueva»; mientras los conspiranóicos están más interesados en demostrar que la «explicación oficial» es incorrecta y, por tanto, las autoridades, la ciencia, la historia y la sociedad entera les han mentido.
 
 
 

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