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Los cines de piojito

Te explicamos qué son y por qué fueron tan importantes para muchos en la ciudad.

De piojito. Desde la década de 1920 se popularizaron en México las salas de cine. Había para todas las clases sociales: ahí estaban los de la «alta sociedad», como el Regis, el Ópera y el Encanto, a donde los asistentes llegaban vestidos de gala para ver los estrenos de la cinematografía mundial —bueno, Hollywood. 
Luego estaban los de la clase media, denominados pomposamente «de primera», donde se exhibían las cintas de estreno una vez que las había visto el público en cines de lujo. Eran salas de gran capacidad, ahí tenemos el ejemplo del Florida, con cupo para ¡7500 espectadores!
Y por último, los «ya para nada estrenos» pasaban a los cines de barriada, las salas para los pobres, los que no podían permitirse el lujo de pagar a un peso la entrada, pero que sí daban gustosos cinco centavitos para ver todas las películas que pudieran en un día, gracias a la bendita «permanencia voluntaria». 
Eran los cines de piojito, galerones en cuyo exterior se formaban largas filas de señoras con rebozo, niños descalzos, muchachos y señores con trajes «de medio pelo». Aquí no había dulcerías: vendedores ambulantes recorrían las filas cargando cajas de chicles, muéganos, refrescos y cacahuates —la palomitas todavía no se estilaban—, pero muchos asistentes llevaban sus tortas. Uno de los más famosos era el cine teatro Barragán, en la colonia Escandón.1 
Haciendo un paréntesis, ¿a qué viene este nombre de cine «de piojito»? La primera y temible suposición es que estando los espectadores cabeza con cabeza, no faltaba quien saliera con «amiguitos» en la «tatema». 

Pero si nos vamos a los diccionarios de mexicanismos, encontramos en el del señor Francisco J. Santamaría que piojera es «la ropa de los pobres» —porque está cundida de piojos—, mientras que la Academia Mexicana de la Lengua reporta que un piojo puede ser un objeto de mala calidad y un piojo resucitado es «una persona de origen humilde que termina ostentando una buena posición económica o un buen cargo político». De lo cual deducimos que un piojo es un pobre y, en consecuencia, los cines de piojito eran los cines para los de menos recursos. 
Pasaron las décadas, las salas para elegantes quebraron, pero los de piojito siguieron en pie —uno que otro cine «de primera» devino en de piojito—, poniendo películas del Santo en los 60, de ficheras en los 70 y de pistoleros en los 80. De esta época recuerdo haber ido al cine Estadio, para mí de triste memoria porque corría la leyenda de que mientras veías una película ahí, sentado en la roída butaca, podrías sentir de repente un cuerpecito peludo rozando tus tobillos. No pude comprobar esta historia porque nunca dejé que mis pies tocaran el suelo. 
Los cines de piojito no existen más. Los complejos de multisalas impersonales los derrocaron por completo y la facilidad de tener cine en casa vence muchas veces las ganas de trasladarse a ver el estreno de la semana. Pero la emoción de ver una película en todo su esplendor en la gran pantalla se mantiene intacta. 

 

1 Información tomada del artículo de Leticia Urbina Orduña, «Aquellos grandes cines», en: blogs.acatlan.unam.mx/cineadictos/2017/03/15/aquellos-grandes-cines/

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