Con una visión muy personal, el autor de este artículo se cuestiona el panorama actual del cine documental. ¿Por qué es el género cinematográfico menos popular? ¿Cuáles son las razones de su auge en las últimas dos décadas? ¿Dónde están las fronteras entre el documental puro y la ficción?
En el último par de décadas el cine documental ha tenido un auge sin precedentes gracias a factores tecnológicos que hacen más sencilla y económica su realización: ahora puede hacerse con cámaras ligeras e incluso con teléfonos celulares. Aunque aún se exhibe poco en los circuitos comerciales de cine, su potencial para dar cuenta de distintos fenómenos culturales y sociales y hacer denuncia lo convierten en un género con amplias posibilidades.
Existe en el mundo de la ciencia una teoría que afirma que el solo hecho de observar un fenómeno necesariamente altera su desarrollo y, como consecuencia, cancela la posibilidad de hacer una observación —y/o una medición— precisa del mismo. Cualquiera que se haya dado a la tarea de hacer cine documental —aquí incluyo, por supuesto, al video como soporte de imagen— entiende con claridad este hecho.
En efecto, instalar una cámara en determinado lugar, desde cierto ángulo, con cierto encuadre, implica no sólo una importante toma de posición —en muchos sentidos— sino también, de forma automática, una alteración de aquello que se está fotografiando. Si el tema / objeto del documental se refiere a lugares, objetos, paisajes o conceptos más o menos abstractos, la posibilidad de alteración de lo observado disminuye notablemente.
Pero en cuanto esa hipotética cámara se enfoca en individuos, comunidades y grupos sociales, la posibilidad de realizar un documental 100% objetivo desaparece. En efecto, hay pocas cosas que alteren y modifiquen más el comportamiento de una persona o un grupo humano que la presencia, casi siempre invasiva, de una cámara y un equipo de realización. De ahí que se considere un mérito importante del buen documentalista el poder introducirse en una comunidad para realizar su trabajo causando los menos cambios posibles en el comportamiento de sus sujetos.
De esta consideración inicial surge de inmediato la pregunta: ¿es posible hacer un documental puro, en el entendido de que su proceso de realización no modifique en nada la conducta de los individuos y comunidades a los que alude? La respuesta, casi segura, es un no contundente; los numerosos textos teóricos y analíticos que sobre el cine documental se han escrito parecen demostrarlo fehacientemente.
¿Quién ve documentales?
¿Qué lugar ocupa el cine documental en la atención y preferencia de quienes asisten al cine con cierta regularidad? El último, a juzgar por los números, las estadísticas y las encuestas que con frecuencia se realizan sobre asuntos cinematográficos. Un ejemplo entre muchos posibles: recientemente, la revista Algarabía —editada por una colectividad que le presta mucha atención al cine y su entorno— realizó un sondeo de preferencias fílmicas por género, en el que el cine documental logró el último lugar absoluto con un magro 3%. Por desgracia, esta clase de numerología estadística favorece perversamente el círculo vicioso que implica que el cine documental casi nunca se exhibe en las salas de cine convencionales porque casi nadie asiste a verlo, y casi nadie asiste a verlo debido al desconocimiento causado por la falta de exhibición.
Aunque parezca mentira, un componente importante del escaso interés del público en el cine documental es una ausencia muy básica de información sobre las características fundamentales de este género de películas. A manera de prueba, basta hacer el experimento de preguntar a un segmento abundante de público sobre la identidad del cine documental; sin duda, la mayoría de las respuestas no irán más allá de mencionar los programas de televisión que sobre los rituales amorosos de las jirafas o las consecuencias de alguna batalla histórica se transmiten en canales televisivos como National Geographic o Discovery Channel.
En el otro extremo de esta simplificación sobre el cine documental se encuentra la dificultad de definirlo con exactitud indiscutible. En muchos casos, no hay duda de que un filme cumple cabalmente las exigencias genéricas del documental. ¿Dónde acomodar, sin embargo, películas tan singulares como Berlin: Die Sinfonie der Großstadt —Berlín, Sinfonía de una gran ciudad— de Walther Ruttman (1927), o Chelovek s kino-apparatom —El hombre de la cámara— de Dziga Vertov (1929), o los gigantescos, hipnóticos y fascinantes panegíricos del nazismo realizados por Leni Riefenstahl? En el mismo caso de identidad ambigua —¿son documentales o no? Y si no lo son, ¿qué son entonces?— se encuentra, por ejemplo, la trilogía Qatsi del estadounidense Godfrey Reggio: Koyaanisqatsi (1983), Powaqqatsi (1988) y Naqoyqatsi (2002).
Es interesante notar que el auge del documental en los últimos años ha traído como consecuencia, quizá inesperada, el surgimiento paralelo de falsos documentales como This is Spinal Tap de Rob Reiner (1984), Opération Lune de William Karel (2002) o Zelig, de Woody Allen (1983); que en ocasiones han tenido un impacto desmesurado, como por ejemplo, The Blair Witch Project —El proyecto de la bruja de Blair—, de Daniel Myrick y Eduardo Sánchez (1999).3 Y si se trata de considerar el borrado de las fronteras entre el documental puro y la ficción es posible aludir, como una muestra emblemática, a esa poderosa e inquietante película que es The Act of Killing, de Joshua Oppenheimer (2012), en la que la exploración del truculento pasado de un grupo de genocidas indonesios va combinada con la puesta en escena, realizada por ellos mismos, de sus sueños y pesadillas más demenciales. ¿Dónde termina la realidad y dónde comienza la ficción?
Te mostramos algunas escenas y tráilers de documentales.
Escena de Nanook of the North —Nanook el esquimal—:
Tráiler de Don’t Look Back:
Tráiler de Koyaanisqatsi:
Tráiler The Act of Killing: