Dichos y anécdotas del celebérrimo primer ministro británico Sir Winston Churchill (1874-1961) sobran, así que no nos vamos a cansar de echar mano de ellas para publicarlas en Algarabía.
En esta ocasión, toca hablar de orina, sanitarios y órganos de micción —algo frecuente, dados sus hábitos de bebida—, con la desfachatez de que quizá sólo sea capaz un aristócrata nacido en el enorme palacio barroco de Blenheim, hogar centenario de los duques de Marlborough, criado sin pudores burgueses y con una confianza casi megalómana en sí mismo.
La primera cuenta que un joven, de cuna no humilde y acento posh bastante pronunciado, al entrar al sanitario junto con el primer ministro, le reprochó su falta de higiene, mientras él se enjabonaba las manos y el otro, encendiendo un puro, se disponía a salir:
—En Eton nos enseñaron a lavarnos las manos después de ir al baño…
—¿Ah, sí? Pues en Harrow nos enseñaron a no mearnos las manos —le espetó Churchill, aprovechando la añeja rivalidad entre los exclusivos internados.
La segunda, menos apócrifa, sucedió el 24 de marzo de 1945, mientras Churchill inspeccionaba los restos de la Línea Sigfrido —las formidables defensas alemanas en la frontera—, acompañado de los mariscales Montgomery y Brooke, además del general estadounidense Simpson, quien le preguntó si deseaba hacer una parada «técnica». Churchill negó con la cabeza y siguió caminando entre zanjas antitanque, alambradas, búnkeres y obstáculos de concreto conocidos como «dientes de dragón». Tras un rato, el primer ministro, ya de 71 años, se detuvo frente a uno de los «dientes».
—Caballeros, tengo que mear —le advirtió a su comitiva y, mientras se desabotonaba el pantalón, ordenó a los reporteros que lo seguían apartarse—: Ésta es una de las operaciones para ganar esta gran guerra que no se pueden reproducir gráficamente.
Sir Alan Brooke, jefe del Estado Mayor Imperial y mano derecha de Churchill, anotó en su invaluable diario: «Nunca olvidaré la sonrisa infantil, de inmensa satisfacción, que le iluminó el rostro en el momento crítico [al rociar la Línea Sigfrido]».
Finalmente, alguna vez que coincidió en los urinales de Westminster con el líder de la oposición, el laborista Clement Attlee —a quien Churchill solía describir como «un cordero con piel de cordero»—, éste se asomó por encima del hombro, a lo que Churchill respondió cambiándose al mingitorio más distante:
—¿Qué? ¿Te sientes distante el día de hoy, Winston?
—¡Claro que sí! Tú, siempre que ves algo grande, quieres expropiarlo.