El escritor Jorge Ibargüengoitia era un bon vivant. Vivía en Coyoacán con su mamá y su tía y, más tarde, con su mujer —nunca tuvo hijos y no se relacionaba con los niños hasta que éstos «tenían la edad suficiente para beber»—; se la pasaba haciendo comidas y reuniones, en las que servía viandas como: filete, risotto con trufas, foie gras y queso roquefort, bien acompañadas de bebidas alcohólicas.
En muchos de sus artículos y cuentos —como los que incluye en La ley de Herodes— nos cuenta anécdotas en que las cubas libres, las cheves y los jaiboles son protagonistas: «En la cocina, preparábamos cubas libres, platicábamos un rato y veíamos, con horror, cómo nos iba creciendo la barba». O: «Me estaba tomando un daiquiri y, cuando lo terminé, me tomé un jaibol».
Las palabras son…
Y es que cheve es una derivación de cheveza; cuba libre es un mexicanismo que, a decir de Francisco J. Santamaría, es un «mortal mejunje», una «bebida embriagante muy de moda entre la gente de copete», mezcla de ron con refresco de cola que recibió su nombre por aquello de Cuba y EE. UU.; y jaibol es una adaptación fonética del inglés highball, que designa bebidas preparadas con whisky y agua mineral, entre otras combinaciones, que llevara a la denominación de los vasos jaiboleros, ésos largos y esbeltos que abundaban en las casas clasemedieras de la época en que estos cuentos fueron escritos (1967), misma que vio a un México en jauja, una ciudad con mucho menos gente y una clase media con un estilo de vida más relajado y mayor poder adquisitivo.
Fue precisamente en ese tiempo cuando se pusieron de moda estos términos que hoy sólo dicen nuestros abuelitos o papás septuagenarios, porque ahora la gente toma chelas, cubas y whisky, y pocas veces tiene el tiempo para estar en casa y solazarse con la comida y la bebida como Ibargüengoitia —que cumpliría 100 años en 2028—, para asegurar que: «No hay mejor cosa que tomar un jaibolito o botanear con unas cheves o una rica cuba libre hecha con Baca».