En el departamento de mi madre, donde crecí en Morelia, aún tengo varias cajas con pertenencias mías. Llevan ahí un par de décadas, así que decidí no postergar más la depuración. Además de libros, fotos y algunos juguetes entrañables, en alguna sesión de limpieza me topé con un bonche de cartas, unas 250. Las vi con nostalgia por esa época en la que mis amistades no sólo eran las que vivían en Morelia, sino aquellas que se habían mudado de ella o que conocí en el extranjero. Llegaba de la escuela y cada semana revisaba el buzón. Y es que acumular 250 cartas en seis años, equivale a recibir tres cartas al mes de mis amistades.
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Yo carteo, tú carteas
Me recosté en la cama y comencé a leerlas. Estaban escritas en papel a raya, algunas en papel rosa mexicano, verde soldado, amarillo fosforescente, azul cielo, y otras en papel decorado y hecho específicamente para cartas. Incluso tuve la fortuna de ser el destinatario de una con letra manuscrita en tinta azul en papel hueso membretado con el nombre del remitente, Lucila Gutiérrez Ladrón, y metida en su sobre que hacía juego. Era una compañera del trabajo de mi mamá, quien me escribió una carta bien sentida cuando cumplí 15 años y comencé «a ser una mujercita», según sus propias palabras. «Recuerda que la “búsqueda” no termina nunca y que tendrás que enfrentarte a retos. Solo así encontrarás tu propia y verdadera realización y con ella, la felicidad que mereces», me escribió.
Durante la secundaria, las cartas de mis amigas hablaban sobre cómo habían pasado las vacaciones y cuando no estaban de vacaciones, sobre cuánto les urgía estar de nuevo de vacaciones. Supongo que yo hacía lo mismo. Llegaron a enviarme postales de sus viajes, por ejemplo, de Hawái, Puerto Vallarta, Lisboa, Disneylandia, Italia o Veracruz. No faltaban las tarjetas del día del amor y la amistad celebrado el 14 de febrero, de cumpleaños y de Navidad.
Verónica fue amiga mía durante nuestra infancia cuando ella llegó a Morelia, luego de que su familia fue desterrada de Chile por la dictadura de Augusto Pinochet. Volvió a su país en 1985 y en sus cartas me platicaba de sus amigas, a quienes conocí cuando fui a visitarla en 1990 a Temuco, Chile. Un suceso que le impactó especialmente fue el embarazo de una de sus compañeras a los 13 años. Aunque la escuela no la expulsó, su compañera se fue.
Durante la preparatoria, mis amigas me escribían sobre los chicos que les gustaban, como Oliva, que se había mudado de Morelia a Xalapa al concluir la primaria. «Bernardo me encanta y no me hace el más mínimo caso. A otra chica también le gusta y él se ha portado grosero con ella, así que mira, hasta mejor que yo no le guste, ya me doy cuenta de cómo es él». Oliva siempre me decía que me extrañaba muchísimo y que ojalá nos reuniéramos en algunas vacaciones, cosa que no sucedió.
Salió de entre el montón la carta en papel bond en la que mi novio Leonardo se me declaró un 14 de febrero. Él dibujaba muy bien y dibujó en la carta un coche deportivo junto con la pregunta «¿Quieres ser mi novia?», a lo que le respondí que sí, supongo que en una carta muy sencilla porque yo no tengo ninguna habilidad para el dibujo. No encontré ninguna carta más de Leonardo para mí.
El correo ya llegó
Mi amiga Erika me llegó a escribir luego de que se mudó a Ciudad de México para cursar la preparatoria. Ya hacíamos nuestros pininos en la poesía y me envío varios de sus poemas. Lo más curioso fue recibir, en el mismo sobre, la carta de Eduardo, un amigo suyo que llegó a su casa en compañía de Ligia en ese momento. Me imaginé la escena:
—¿Qué haces, Erika?
—Escribo una carta a mi amiga Carla.
—Mmm, yo también quiero.
—Pero ni la conoces— replica Ligia.
Pero Eduardo se sentó a escribirme cómo Ligia había chocado su «fabulosa nave espacial» al tratar de estacionarse entre el muro y un Gran Marquis nuevecito en el estacionamiento subterráneo de un centro comercial en Polanco. Ella se limitó a escribirme en tinta roja «Hola, yo soy Ligia». Al releerlo, Eduardo me pareció un bully, pues en su carta se dedicó a narrar los choques de automóvil de sus amigas, no sólo el de Ligia. Se despidió diciendo que me escribiría la próxima vez que Erika lo hiciera, pero no tengo ninguna otra misiva de él y tampoco recuerdo haberlo conocido en mis varias visitas a Erika a Ciudad de México.
Las cartas que, de nuevo, más me sorprendieron por su riqueza fueron las que me escribió Fernando Llanos desde Florencia, Italia, cuando fue a estudiar, grabado en 1994. A veces eran un diario, pues las escribía durante varios días y sumaban tres o cuatro cuartillas. «Nos acabamos de salir a la Piazza Savonarola porque hace un clima sabrosón y es más chido escribir la cartita al aire libre; claro que me traje mi Walkman con The Cure adentro para amenizar todavía mejor». Podía escucharlo nítidamente al leerlo. También me indicaba cómo leer algunas expresiones: con tono fresa: «Mil gracias por tu carta que está mega (te lo juro)»; con tono Álex Lora: «el frío ya se está yendo a la chingada de aquí». Además, hacía dibujos en ellas o les pegaba recortes de fotografías. Disfrutaba escribirme y para mí, leer sus cartas era toda una diversión.
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¿Regresar el trend?
Pertenezco a la generación de transición entre el mundo análogo y el digital, así que alcancé a recibir cartas escritas en computadora en 1995. En 1996, recibí unas cuantas más, pues el año previo había comenzado la licenciatura y escribí cada vez menos. Aún recuerdo haberme esforzado por escribirle a varias amigas sobre mi nueva vida en la Ciudad de México y correr hacia la oficina de correos que se ubicaba en la calle de Parroquia en la Colonia Del Valle antes del cierre y enviar las cartas. Estudiar la licenciatura fue demasiado abrumador y abandoné mi pasatiempo epistolar.
Todavía alcancé a recibir la dirección de correo electrónico de varias amigas e intercambiar algunos correos con ellas. Únicamente a Oliva la volvía ver en Ciudad de México, luego de rastrearla arduamente en las redes sociales; a Verónica la tengo en Facebook, mas no intercambiamos; y amigos que hice en mis estancias en Canadá y Francia les perdí la pista para siempre. El intercambio epistolar no fue suficiente para mantener una amistad y supongo que en la era digital mandarnos mensajes por chat o por las redes sociales, tampoco lo es.
Continuará.
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