Cuando oímos la mención de esta palabra en cualquier ámbito cercano al nuestro, un escalofrío nos recorre el cuerpo, y es que ante los recientes cambios en la economía mundial, encontramos a la vuelta de la esquina negocios, empresas y economías familiares que quiebran, caen en la ruina, es decir, en bancarrota.
Las voces italianas banco y rotto son las que dan origen al término, pero para conocer de dónde proviene la acepción —sin lugar a dudas, de lo más literal— es necesario remontarse a la próspera Italia del siglo XV. Gracias a los grandes intercambios comerciales que se gestaron en esa época, la economía crecía y necesitaba un espacio dedicado explícitamente para dicho fin. Así pues, en las plazas comerciales de las principales ciudades italianas, se instalaron los prestamistas en pequeños bancos y mesas, donde realizaban sus transacciones —por cierto, de aquí también provienen los términos banco y banquero.
Sobre el pequeño banco o taburete, tenían instaladas desde letras de cambio hasta monedas extranjeras. La falta de conocimiento económico del público y la poca regulación de estos sitios, hacía que defraudar o realizar cobros excesivos fuera una tarea sencilla.
Así pues, era muy común que los prestamistas llegaran a un punto en el que no pudieran solventar los pagos. En tal caso, tenían que declararse no aptos para continuar con su labores y ser juzgados por las autoridades. En el mejor de los casos y después de una amplia investigación, se les daba la oportunidad de saldar a sus acreedores lo más que pudieran de la deuda para obtener el perdón y la libertad.
Por otro lado, a quienes se les comprobaba que habían actuado de mala fe, eran expulsados de la ciudad, rompiéndoles su banco y dejándolo a la vista del público para hacer notar que su propietario no era de fiar.
Así se acuñó la palabra «bancarrota», que poco a poco se fue extendiendo por toda Europa, así como los distintos métodos para erradicarla. Por ejemplo, en algunas ciudades del sur de Francia, se hacía pagar a los deudores según el proverbio latino «pagar con el dinero o con la piel». La pena consistía en obligar al deudor que quería conservar sus bienes a colocarse en medio de la plaza pública, sentado sobre una piedra mientras mostraba el trasero. De este modo, no tenía necesidad de resarcir los daños económicos.
En la actualidad, cuando alguien se declara en bancarrota, el gobierno no acude a pasarle un tractor por encima ni lo exhibe frente a la masa ansiosa, pero la temible bancarrota aún está ligada al desprestigio y, peor aún, a un futuro incierto.