Es común hablar de «la grandeza del renacimiento», del inigualable arte renacentista y del despertar humanista, sin embargo, para apreciar este arte con una mirada más certera, conviene valorar en su justa medida a la época que precedió el Renacimiento: la Edad Media, riquísima en todos sentidos, divertida e irreverente, y que merece más estudios que la acerquen al gran público; así como explorar el contexto que permitió la creación renacentista.
La sociedad europea de los siglos XIV a XVII se enfrentó al derrumbamiento de un sistema de creencias que había persistido por varios siglos y al paulatino surgir de una nueva manera de ver y comprender el mundo. Entre los pensadores de este periodo se extendió la valiente noción de que el saber de Aristóteles, Ptolomeo y Galeno era invaluable pero podía resultar incompleto, lo que dio origen a adiciones y enmiendas que acabarían por derrocar muchos de sus postulados.
Por ejemplo Copérnico, que en 1543 estableció el movimiento de los planetas alrededor del Sol, cuestionando el geocentrismo.
Por otro lado, los científicos también explicaron el movimiento de los astros con base en leyes matemáticas, debilitando así la idea de que Dios intervenía directamente en él. En su Sidarius nuncius —1610—, Galileo señaló haber encontrado cráteres lunares y de esta manera derrocó de un solo golpe la afirmación aristotélica sobre la perfecta esfericidad de los astros.
El cuerpo humano bajo la luz de la razón
Con los avances científicos, los médicos pudieron atribuir el surgimiento de epidemias a la suciedad —y no a la ira de Dios—, establecieron el origen de enfermedades en desequilibrios físicos —descartando el pecado— y empezaron a cuestionar la eficacia de las oraciones para sanar afecciones corporales. En 1628, William Harvey publicó De motu cordis, obra en la que comunicaba su descubrimiento acerca de la circulación unidireccional de la sangre y afirmaba que la ciencia era capaz de aclarar misterios con base en realidades tangibles.
La vida y la muerte ya no debían explicarse a través de un dogma único: ahora cabían varias posibilidades de interpretación.
Dentro de otro orden de ideas, la reforma protestante y la invención de los tipos movibles —que contribuyeron a la divulgación científica, artística y religiosa— tendrían un impacto social incalculable. Ambas fueron fundamentales en la conformación del nuevo mapa mental, ya que permitieron al individuo analizar las Sagradas Escrituras sin intervención del clero.
De forma paralela, en este «renacimiento», se dio la reivindicación de las lenguas vernáculas. Los hablantes de italiano, español, francés, inglés y alemán defendieron con creciente convicción la dignidad de sus idiomas frente al latín que había reinado durante el Medioevo y que ahora era una lengua cultista y lejana.
Un arte erotizado
En semejanza con esta vuelta a la realidad asible —no dogmática sino más bien empírica— los artistas volvieron los ojos a lo que se podía palpar, tocar y disfrutar. La pintura medieval había sido predominantemente simbólica: el tamaño de los personajes se subordinaba a su posición relativa; y así, un rey resultaba más pequeño que un santo, aunque estuvieran en el mismo plano, lo que destacaba a la figura capital.
En la pintura renacentista se apostó por la proporción y el realismo, lo que la llevó a resaltar los detalles del cuerpo en una especie de «erotización de la vista».
Esta vuelta a lo tangible también se mostró en una preferencia por retratar figuras vigorosas. Si con frecuencia los artistas medievales convertían el cuerpo en representación sublime de ideales, en el Renacimiento éste cobró fuerza propia.
Como ejemplos del arte italiano están El nacimiento de Venus de Botticelli, Dánae recibiendo la lluvia de oro, las Bacanales, y el Amor sacro y profano de Tiziano y la pintura y escultura de Miguel Ángel. Recuérdense también Júpiter e Ío de Correggio, Susana en el baño de Tintoretto, además de Diana de Poitiers en otro meridiano, atribuida a François Clouet.
Mención aparte merece La Venus de Urbino de Tiziano. Además de su belleza expresiva y técnica, su dualidad simbólica es fascinante: en el primer plano destaca el hermoso cuerpo sin ropa y, en un segundo plano, las sirvientes de Venus sacando de un baúl las prendas que en poco tiempo cubrirán a la mujer, lo que subraya la transitoriedad del momento. Además, también debe notarse que la Venus porta aretes, pulsera y un tocado en el cabello, así que la desnudez se ve reforzada por el arreglo.
En la pintura renacentista, las figuras se presentan desnudas o semivestidas. De hecho, puede hablarse de un auge renacentista del desnudo.
Lo mismo sucede con la Mujer ante el espejo de Giovanni Bellini: la dama se cubre los genitales con una prenda indefinible y en el cabello luce una redecilla rematada con perlas. En ambos casos es como si los accesorios subrayaran la desnudez y la fuerza erótica de ese cuerpo rotundo, plantado en el centro de la escena.
El cuerpo como asidero
Es decir, en palabras de Eugenio Garin: «[durante el Renacimiento] se tiene conciencia de que la tranquila seguridad de un universo familiar y doméstico, ordenado y ajustado a nuestras necesidades, está definitivamente perdida. […]».
Frente a ese cambio en las coordenadas de referencia, el cuerpo humano alcanzó una nueva importancia artística, cultural y social, como un espacio de placer, una revelación que merecía se le dedicaran obras de arte, estudio e investigación, o un tabú que pronto sería necesario regular. Ése es uno de los postulados fundamentales que subyacen el arte renacentista.
No podemos olvidar que este renacer influiría en Garcilaso, Montaigne, Cervantes, Spencer, Góngora, Shakespeare, Donne, Quevedo, Velázquez y Calderón, herederos directos de Donatello, Leonardo, Ariosto, Miguel Ángel, Moore, Rafael, Tiziano y Rabelais: ellos y muchos más centraron su atención en el cuerpo y, para deleite de los siglos por venir, lo celebraron.