Se sabe que, debido a su débil constitución física, Stevenson pasó mucho tiempo recluido en su casa, o encamado, escribiendo. Quizá a ello se deba su idea de la pereza como una perspectiva vital distinta a la industriosidad de su época —de ahí esta apología, «discurso en defensa de alguien o algo»—, de cuya exposición publicamos un fragmento.1 Tomado de: Robert Louis Stevenson, Memoria para el olvido, México: FCE, 2008.
Boswell: Nos cansamos cuando no hacemos nada. Johnson: Eso sucede, señor, porque como los demás están atareados, queremos compañía; pero si no hiciéramos nada, nadie se cansaría: nos entretendríamos los unos a los otros.
Precisamente ahora, cuando todo
el mundo está obligado, so pena de
ser condenados por un delito de lesa respetabilidad, a ingresar en alguna profesión lucrativa, y a ejercerla con auténtico entusiasmo, una exclamación del partido opuesto, de quienes están satisfechos cuando tienen bastante y les gusta contemplar y disfrutar del tiempo, adquiere cierto tono bravucón y de fanfarronería.
Pero no debería ser así. La mal llamada pereza, que no consiste en «no hacer nada», sino en hacer muchas cosas no reconocidas en los formularios dogmáticos de la clase dirigente, tiene tanto derecho a hacerse valer como la laboriosidad.
La vida inerte
Se suele considerar que la existencia de personas que
se niegan a participar en esa gran carrera de obstáculos por unas cuantas monedas de seis peniques representa tanto un insulto como una decepción para los que sí lo hacen.
Un tipo cabal —de los que tanto abundan— toma su decisión, vota por los seis peniques, y, por emplear el enérgico americanismo, va «saco» por ellos. Y mientras él está arando esforzadamente el camino,
no es difícil entender su resentimiento cuando ve personas descansando en los prados de los márgenes, tumbados con un pañuelo en la cabeza y un vaso junto al codo. La indiferencia de Diógenes ofende en un sitio muy delicado a Alejandro.
Para aquellos turbulentos bárbaros, ¿en qué quedaba la gloria de haber conquistado Roma, cuando irrumpieron en el Senado y se encontraron a los Padres sentados en silencio e insensibles a su triunfo?
Resulta molesto esforzarse y escalar las cimas difíciles y, al terminar, ver que la humanidad se queda impasible ante tu logro. De ahí que los físicos condenen lo
que no es físico, que los economistas sólo toleren superficialmente a los que saben poco de acciones, que la gente de letras desprecie a los iletrados, y que las personas con un oficio se unan para denostar a los que no tienen ninguno.
[…] Los libros tienen su valor, pero son un sustitutivo de la vida completamente inerte. Es una pena quedarse sentado como la dama de Shalott, mirando un espejo, de espaldas a todo el bullicio y el atractivo de la realidad. […] En mi caso, asistí a muchas clases en aquellos tiempos. Aún recuerdo que el giro de la peonza es un ejemplo de estabilidad cinética. Aún recuerdo que la enfiteusis no es una enfermedad, ni el estilicidio un crimen. Pero, aunque no quiero olvidar esos retazos de ciencia, no les doy el mismo valor que otras cosillas que aprendí al aire libre, mientras hacia novillos (irse de pinta). […]
Basta decir lo siguiente: si un muchacho no aprende
en la calle es porque no tiene capacidad para aprender. […] Puede lanzarse contra una mata de lilas junto a un arroyo, y fumar innumerables pipas al son del agua en las piedras. Un pájaro canta en el matorral. Y puede que allí tenga ideas amables y vea las cosas bajo una nueva perspectiva. Vaya, si esto no es educación, ¿en qué consiste ésta entonces?
El arte de vivir
Ahora bien, la del sabio hombre del mundo es la opinión más extendida. […] Sainte Beuve, a medida que fue cumpliendo años, consideraba que toda la experiencia era como un único y gran libro, que podemos estudiar algunos años antes de irnos de este mundo, y le parecía que daba igual leer el capítulo xx, que es el cálculo diferencial, o el capítulo xxxix, que es oír a la banda tocando en el parque. […] Mientras otros llenan su memoria con un batiburrillo de palabras, la mitad de las cuales olvidarán al término de esa semana, el que hace novillos puede aprender algún arte sumamente útil: a tocar el violín, a distinguir un buen puro, o a hablar con desenvoltura y tino con toda clase de personas.
«No creo que la necesidad sea la madre de la invención. La invención… proviene directamente de la ociosidad; posiblemente también la pereza: para ahorrarse el problema», Agatha Christie.
Muchos que «se han aplicado con diligencia en su libro», y lo saben todo sobre una rama u otra del
saber establecido, salen de la sala de estudio con un aspecto antiguo y de búho, y resultan secos, burdos e indigestos en las mejores y más luminosas partes de la existencia. Muchos amasan una gran fortuna y siguen siendo groseros y ridículamente estúpidos hasta el final. Mientras tanto, ahí está el perezoso, que empezó a vivir a la par que ellos, una imagen distinta.
Ha tenido tiempo para cuidar su salud y su ánimo; ha estado mucho al aire libre, que es lo más saludable para el cuerpo y la mente; y, aunque nunca haya leído pasajes escondidos del Gran Libro, le ha echado un vistazo y lo ha leído
en diagonal con gran provecho. ¿No podría sacrificar
el estudiante algunas raíces hebreas, y el hombre de negocios algunas medias coronas, a cambio de una parte del conocimiento que tiene el perezoso de la vida en general, y del Arte de Vivir?
Una especie de coma
[…] Estar extremadamente ocupado, ya sea en el
colegio o la universidad, en la iglesia o el mercado,
es síntoma de una vitalidad deficiente, y la facultad
de la pereza implica unos gustos amplios y variados
y un fuerte sentido de la identidad personal. Existe
una clase de personas muertas en vida, vulgares, que apenas son conscientes de estar vivos si no ejercen alguna ocupación convencional. […]
No tienen ninguna curiosidad, no pueden entregarse a estímulos azarosos, no disfrutan con el ejercicio de sus
facultades por el mero placer de
hacerlo y, a no ser que la Necesidad
la emprenda a palos con ellos,
incluso se quedarán quietos. Es
inútil hablar con gente así: no pueden
estar sin hacer nada, su naturaleza
carece de la generosidad necesaria;
y las horas que no dedican al furioso
trabajo en el molino de oro las pasan
en una especie de coma. […] Como
si el alma de un hombre no fuese ya
suficientemente pequeña de por sí,
han menguado y reducido la suya
con toda una vida de trabajo sin
distracciones; hasta que llegan a los 40, con la atención muerta, una mente vacía de cualquier fuente de diversión, y sin una idea que entre en contacto con otra, mientras esperan el tren. […]
«Nada es realmente un trabajo, hasta el momento en que preferirías estar haciendo otra cosa», James Matthew Barrie
Pero no sólo es él la víctima de sus atareadas costumbres, sino también su mujer e hijos, sus amigos y parientes, e incluso las personas con las que se sienta en el vagón de un tren o en un autobús. La devoción perpetua hacia lo que un hombre llama su negocio sólo se puede obtener mediante una desatención perpetua de muchas otras cosas. […]
No cabe duda
de que dependes en gran medida de las atenciones de tu abogado y de tu agente de Bolsa, de los guardias y guardavías que te llevan rápidamente de un sitio a otro, y de los policías que patrullan las calles para protegerte; pero ¿acaso no hay un pensamiento de gratitud en tu corazón para otros benefactores que te hacen sonreír cuando te cruzas con ellos, o que aderezan tu cena con una buena compañía? […]
Para leer el texto completo, consulta Algarabía 102.
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