La intimidad de las personas es un privilegio del cual no nos percatamos hasta que la perdemos; para buena o mala suerte, la vida privada de los artistas es motivo de cotilleo, pero fuera de un mal sabor de boca dejan un aprendizaje… e historias qué contar.
De bombas y gallinas
Stella Adler, actriz y profesora de actuación, fundó en Nueva York el Stella Adler Studio of Acting, donde entrenaba a sus alumnos por medio de la imaginación sensorial y la memoria, además de privilegiar la vivencia del personaje sobre el actor. De su escuela egresaron grandes actores como Robert De Niro, Martin Sheen, y recientemente, Benicio del Toro. Se dice que en una de las clases a las que asistía Marlon Brando, Adler pidió a sus alumnos que se convirtieran en gallinas e imaginaran una bomba nuclear a punto de caer sobre sus cabezas. Todos los actores corrían de un lado a otro simulando aleteos desesperados y cacareos alarmantes; todos, excepto Brando, quien se posaba tranquilo sobre un huevo imaginario. Stella se asombró por su reacción y le preguntó por qué estaba tan tranquilo, a lo que él respondió: «Soy una gallina, ¿qué diablos puedo saber de bombas?».
La ovejita con mancha
El maestro del suspenso, Alfred Hitchcock, fue el menor de tres hermanos, y se caracterizaba por ser observador y solitario. Vivió una infancia estricta en una familia católica y era, lo que podría decirse, un niño bueno, una «ovejita sin mancha». Sus primeros años de vida le proporcionarían los conceptos que después explotaría en la industria cinematográfica, sus obsesiones privadas: la madre castrante, las rubias, el pecado original, el sadismo, el control.
Cierto día, siendo Alfred un niño, su padre lo mandó a la comisaría de policía con una carta que entregó al comisario. Después de leerla, éste lo encerró en una celda durante 10 minutos, al término de los cuales le explicó: «Esto es lo que le pasa a la gente que se porta mal». Años después, en sus películas, Hitchcock usaría de forma recurrente el tema del «falso culpable», que es perseguido o encarcelado.
¿A poco tan bueno?
Douglas Fairbanks y Charles Chaplin fueron, hasta cierto punto, actores rivales del cine mudo. Se dice que un día Chaplin se paró a observar el cartel promocional de la nueva película de Fairbanks, y decidió averiguar la respuesta del público: —¿Ha visto esta película? —le preguntó al hombre que se encontraba a su lado. —¡Claro! —respondió. —¿Es bueno? —preguntó Chaplin, refiriéndose al protagonista. —Es el mejor de la industria —aseguró el hombre—; es divertidísimo, ¡nunca me he reído tanto en la vida! —¿Es tan bueno como Chaplin? —¿Tan bueno como Chaplin? El tal Fairbanks opaca por completo a Chaplin. Es de otra clase: Fairbanks es realmente chistoso. Disculpe si le molesta mi respuesta, pero no tengo dudas al respecto. Asombrado, Chaplin decidió revelar su identidad: —Soy Chaplin. El otro hombre se rió y contestó: —Lo sé. Yo soy Fairbanks. Después de este encuentro, los dos actores se volvieron amigos.
Un indio muy macho
Cuentan que una vez el cineasta y actor mexicano Emilio «Indio» Fernández recibió a un periodista que quería entrevistarlo en el jardín de su mansión de Coyoacán. El «Indio» siempre tuvo fama de ser hombre parco y de mal carácter, y de conducirse con un machismo recalcitrante. Además, con frecuencia andaba armado. La entrevista transcurría sin mayor novedad, cuando de pronto aparecieron dos patos en el jardín de la casa. Uno correteaba al otro, intentando pisarlo, entre escandalosos graznidos. Ante la escena, el «Indio» desenfundó su pistola, y sin titubear despachó a las aves de dos balazos. Mientras guardaba su revólver, volteó a ver al periodista estupefacto y, por toda explicación, dijo: «Pinches patos putos…»