Durante cinco siglos el tarot ha sido usado en el sur de Europa como juego de mesa. Quizá su fama obedece a sus usos en la cartomancia —es decir, a la supuesta adivinación del futuro mediante la lectura de los naipes—, y a que sus figuras son objeto de discusión entre psicólogos, antropólogos y estudiosos de lo esotérico. Conozcamos más a fondo aspectos de estas enigmáticas cartas.
El tarot está compuesto por 78 cartas, de las cuales 56 son semejantes a la actual baraja española, y el resto son 22 figuras con alegorías de origen renacentista llamadas «triunfos», que formaban parte de la iconografía del Renacimiento italiano —las cuatro virtudes cardinales, la rueda de la fortuna o el Juicio Final.
En el siglo XV, el significado de las alegorías de los triunfos era bastante comprensible, sin su sentido esotérico: el joven suspendido boca abajo, por ejemplo, aludía a la sanción impuesta a los traidores en los territorios italianos. Sin embargo, otras figuras del tarot causan curiosidad, incluso a la luz de interpretaciones históricas: se discute si el triunfo conocido como «La sacerdotisa» representa a una monja, a María Magdalena o a la legendaria Papisa Juana, cuyo pontificado se sitúa entre 855-857; también, si el único triunfo sin número del tarot de Marsella representa a un juglar, a un idiota, a un viajero o a un loco , y si el triunfo 16 de esta baraja alude al relámpago, a los incendios, al purgatorio o a la Torre de Babel.
Adivinación y simbolismo
Es difícil precisar la fecha de las primeras prácticas adivinatorias con el tarot, pero el historiador más reputado al respecto, sir Michael Dummett, remite solamente a la Italia del siglo XVIII y al secreto que rodeaba las actividades de la francmasonería de la época. En todo caso, las menciones a esta técnica de adivinación son muy posteriores a la práctica del juego con tarocco.
La interpretación ocultista del tarot fue «teorizada» a partir de las últimas décadas del Siglo de las Luces, en Francia. Los «ideólogos» fueron Antoine Court de Gébelin, pastor protestante y masón; el conde de Mellet, lugarteniente de la Guardia Real, y Jean-Baptiste Alliette —alias Etteilla—, un oscuro comerciante que gustaba llamarse «profesor de álgebra» y que se transformó en el primer cartómago profesional de la historia. Estos hombres del siglo XVIII eran egiptómanos apasionados, buscaban también reputación o dinero, querían ser eruditos sin tener los medios para lograrlo, y no dudaban en mentir para convencer.
El mito fundador señala que, en París, Court de Gébelin observó a otros jugar en casa de madame Helvétius —esposa de uno de los enciclopedistas— con cartas traídas del sur y, al mirar detenidamente figuras tan llamativas, comprendió rápidamente que el tarot era en realidad un libro egipcio anterior a la era cristiana, concebido como juego para lograr que sobreviviera al fuego de la censura. Se trata, por increíble que parezca, de una primera interpretación que sigue teniendo el carácter de historia oficial entre muchos círculos esotéricos en el siglo XXI.
El tarot comparte algunos motivos con las láminas medievales pintadas a mano que servían en la educación de los niños de familias ricas, llamadas carticelle.
El más célebre ocultista francés del siglo XIX, Alphonse Louis Constant —alias Eliphas Lévi— escribió que «un prisionero sin libros podría, en el lapso de unos años, si tan sólo tuviese un tarot que supiese utilizar, adquirir una ciencia universal y hablar de cualquier cosa con una doctrina única y una elocuencia inagotable».
No cabe duda de que esta afirmación es delirante, pero hay que reconocer que prácticamente cualquier pregunta puede ser respondida —aunque no correctamente— apelando a alguno de los significados moralistas originales de las cartas: «Ten paciencia, sugiere el joven colgado que espera» , «Un obstáculo se interpone en tu camino, como en el del joven del carro», «¡Ah, la rueda de la fortuna! Es que la vida da muchas vueltas y llegará tu turno», etcétera.
Nuevos significados que nos heredó el azar
Los fundadores del tarot ocultista llamaron a los triunfos «arcanos mayores», y a las cartas de la baraja ordinaria, «arcanos menores». A partir de entonces, la cartomancia basada en esas imágenes renacentistas se sumó a la larguísima lista occidental de prácticas divinatorias basadas en la interpretación de imágenes. Pero si bien al misterio de muchas de esas prácticas puede aplicársele la sentencia de Borges, «Hay misterio porque las inscripciones no tienen sentido», las imágenes del tarot sí tienen sentido, aunque condimentado con las azarosas transformaciones impuestas por los sucesivos grabadores y por las toscas planchas de madera en las que se imprimían los tarots populares.
Si los ocultistas veían en el triunfo IX del tarot de Marsella a un ermitaño que viaja con una linterna, en las versiones más antiguas, el viejo aparece representado sosteniendo un reloj de arena, alegoría del tiempo. Las supuestas «correlaciones cabalísticas» de los 22 arcanos mayores con las 22 letras del alfabeto hebreo resultan inverosímiles si consideramos que los triunfos han sido representados en órdenes muy diferentes, según la región geográfica. Además, la introducción de la Cábala en Italia es posterior al primer juego de cartas del tarot conservado: una baraja incompleta —pintada a mano para la corte de Filippo Maria Visconti, duque de Milán—, que data del año 1441, aproximadamente, y está llena de referencias al cristianismo y prácticamente ninguna al judaísmo.
De un tiempo a la fecha, el artista Alejandro Jodorowski se ha atribuido el papel de restaurador del tarot «primigenio». Él y Philippe Camoin dicen haber encontrado una baraja en la bodega de un fallecido anticuario de la Ciudad de México, y decidieron que era «la auténtica». Pero su tarot —marca registrada— es solamente una versión posmoderna del de Marsella; en él, algunos detalles chuscos hacen más fácil la interpretación: por ejemplo, un angelito aparece ¡con lentes oscuros, de rockero!, o la papisa empolla un huevo bajo sus holgadas ropas. En este último caso, Jodorowsky recomienda, cuando aparezca esta carta durante la lectura, interpretar «doble gestación», del huevo y de uno mismo; o bien, en sentido negativo, decirle al consultante que «hay una madre nefasta que nunca permite que el huevo eclosione y que lo incuba con gélida autoridad». ¡Del arte renacentista a la filosofía hippie!