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Fraudes «en nombre de la ciencia»

La ciencia es fiable, pero no infalible. La investigación científica se basa en probar y poner a prueba teorías para desentrañar nuevos descubrimientos. Pero, ¿qué sucede cuando los mismos «científicos» recurren al engaño?

La ciencia es fiable, pero no infalible. La investigación científica se basa en probar y poner a prueba teorías para desentrañar nuevos descubrimientos. Pero, ¿qué sucede cuando los mismos «científicos» recurren al engaño?

He aquí algunos casos célebres de fraudes que se realizaron «en nombre de la ciencia»:

1. El abrazo del sapo

Viena, Austria, 1909. El biólogo austriaco Paul Kammerer (1880-1926) quiso demostrar la veracidad del lamarckismo: que las características que un animal adquiere a lo largo de su vida sí pueden heredarse.

Kammerer aseguró haber presenciado insólitos fenómenos en ejemplares de sapo partero (Alytes obstetricans). La mayoría de las especies de sapos se aparean en el agua. Eso hace que el cuerpo de la hembra esté resbaloso y al macho le resulte difícil abrazarse a ella; por ello los machos nacen con una especie de almohadillas de color negro en las manos, que les permiten agarrarse con firmeza durante la cópula. El sapo partero es la excepción: no posee almohadillas porque se aparea en tierra. Pero según Kammerer, si se obligaba a los sapos parteros a copular en el agua, los machos desarrollaban las almohadillas y sus descendientes las heredaban.

En 1923 el científico dio una serie de conferencias en Gran Bretaña. Llevaba consigo un frasco en el que conservaba uno de los sapos trasformados. Mientras los especialistas se ponían de acuerdo ante las «evidencias», el nombre de Kammerer retumbó en la comunidad científica. En 1926, se descubrió que las supuestas almohadillas del ejemplar del frasco eran tinta china inyectada bajo la piel. El escándalo saltó a las páginas de la revista Nature y a las pocas semanas Kammerer se suicidó.
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2. Los fósiles imposibles

Würzburg, Alemania, 1726. Mientras realizaba unas excavaciones, Johannes Bartholomäus Adam Beringer —un pomposo profesor de la Universidad de Würzburg—, encontró unos fósiles literalmente increíbles. Entre ellos había pájaros con los ojos perfectamente conservados, abejas en su panal, arañas con su tela intacta y, para colmo, petrificaciones que representaban al sol, las estrellas, la luna, e incluso cometas. Esta colección de fabulosos objetos no despertó la menor sospecha en el científico, quien de inmediato redactó el libro Lithographiae Wriceburgensis, en el que afirmaba que estos fósiles eran reales.

Sin embargo, Beringer fue objeto de una burla cruel. Sus colegas Ignatz Roderick, profesor de geografía y álgebra, y Johann Georg von Eckhardt, bibliotecario —ambos de la misma universidad—, mandaron a hacer los relieves de las piedras y luego mandaron enterrarlas al pie del monte donde Beringer solía pasear en busca de minerales y fósiles. Cuando los bromistas se enteraron de que el profesor estaba a punto de «divulgar sus hallazgos», se dieron cuenta de que habían ido muy lejos. Trataron de disuadirlo contándole la verdad. Roderick incluso le enseñó algunas piedras y le mostró cómo se habían esculpido. Pero fue inútil: Beringer siguió convencido de su autenticidad y decidió publicar el libro. No todo fue tan grave: el ridículo que le hicieron pasar ante la comunidad científica de su tiempo le prodigó «fama y portento».
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3. La falsa clonación humana

Seúl, Corea del Sur, 2005. Hwang Woosuk, un prestigioso investigador biomédico de la Universidad Nacional de Seúl, publicó en la revista Science dos artículos que le catapultaron a la fama. En ellos afirmaba que había logrado crear células madre embrionarias humanas mediante clonación.

Según estos artículos, Hwang y su equipo extrajeron el núcleo a 18 óvulos donados por voluntarias. Luego introdujeron, en cada uno de ellos, adn procedente de las células de la piel de once personas con algún tipo de dolencia —lesión de la médula espinal, diabetes tipo 1 o alguna enfermedad inmunitaria congénita—. Supuestamente se originaron 31 embriones, de los cuales se obtuvieron 11 «colonias» —o líneas de células madre—. Cada una era una réplica genética casi idéntica del paciente donante de piel. Si el enfermo necesitara estas células madre para un tratamiento, su cuerpo no las rechazaría. Era un hito en la historia de la medicina. O así lo parecía, pues se habían pagado 1400 dólares a cada donante de óvulos.

Sin embargo, un mes más tarde se descubrió que nueve de las once líneas compartían adn, lo que revelaba que provenían de la misma fuente. Roh —uno de los científicos— afirmó que él, Hwang y otro coautor, habían pedido a la revista Science que retirara la publicación.
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4. La radiación que nunca existió

Nancy, Lorena, Francia, 1903. Durante un «experimento», el físico francés René Blondlot observó cambios en el brillo de la chispa que generaba un electrodo e incluso fotografió el fenómeno. Atribuyó estos cambios a una nueva forma de radiación que denominó «Rayos N» en honor a la Universidad de Nancy, donde trabajaba. Otros colegas franceses —casi un centenar— no tardaron en «detectar» los Rayos N que, al parecer, emanaban de cualquier sustancia, incluido el cuerpo humano. Sin embargo, otros científicos en otras naciones no podían reproducir en el laboratorio un resultado parecido a las fotografías de Blondlot, lo que no mermó su fama ni su reconocimiento internacional.

Todo esto llamó la atención del físico estadounidense Robert Williams Wood, quien se había forjado una sólida reputación desenmascarando a médiums y videntes. Wood se presentó en el laboratorio de Blondlot y pidió observar los experimentos. El principal se basaba en enfocar un haz de Rayos N sobre una pantalla fosforescente. Cuando los rayos incidían sobre ella, su brillo se incrementaba levemente. Aunque Blondlot parecía verlo con claridad, Wood no detectó ningún cambio. Otra prueba consistía en observar cómo un prisma de aluminio desviaba los Rayos N.

Wood extrajo el prisma sin que nadie lo notara y, a pesar de ello, Blondlot afirmó haber visto cómo se desviaban. Finalmente, en 1904, Wood publicó un informe en la revista Nature, en el que indicaba que los «Rayos N» sólo eran producto de un efecto de autosugestión: los científicos franceses creían observar fenómenos que encajaban con su hipótesis, pero carecían de una forma tangible de medir la intensidad de esos imaginarios rayos. Al final, los Rayos N quedaron desacreditados y jamás se ha comprobado su existencia.
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Conoce más sobre fraudes en Algarabía Extra 05: Impostores & ladrones.

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