Ricardo Garibay, sin duda, uno de los escritores más notables que ha dado México es, por desgracia, también uno de los menos recordados. Por su fuerza expresiva, por su nervio, por la seguridad de su trazo, Garibay sorprenderá vivamente a quienes no lo conozcan. He aquí un fragmento de su extraordinaria capacidad narrativa que emplea para describir cómo era en realidad el llamado «Flaco de oro», Agustín Lara.
Agustín Lara es —para decirlo con palabras que podrían ser suyas— una de las esencias del alma mexicana. Su pecado fue —macizamente durante 70 años— la cursilería. No he conocido a nadie que asumiera con tanto orgullo y robustez la baratura de la vida como excelencia. Se embriagaba recitando las letras de sus canciones, y golpeaba de pronto el teclado: «Esto es poesía, chinga’o, ¡y que no me vengan a mamar! ¿Eh, hijo? Tú eres un dínamo, tú di lo que sientes, ¡qué joder!». «Sí, maestro, claro, qué joder», decía yo, y él volvía al piano recitando:
Como dos puñales / de hoja damasquina / tus ojazos negros / ojos de acerina / clavaron en mi alma / su mirar de hielo / regaron mi vida / con su desconsuelo…
Me llamaba «Dínamo»: «Tú eres un dínamo, recuérdalo». Un día llegué con un carrito de madera y unos libros entre las redilas del carrito. El carrito era para mi hijo, 1957 o 1958. Se le aguaron los ojos y llamó a gritos a su mujer: «Mira, cabresta, primorosa, la síntesis de la inteligencia y la humanidad, del amor y del espíritu. Libros en un carrito. ¡Hijo, tú eres un dínamo de luz y de energía, cómo chingados no!».
Iba yo a su casa tres veces por semana, en las tardes, porque Antonio Badú. había arreglado que el maestro me contara su vida. Yo con eso haría un guión y la película dejaría millones. El productor era el poderoso Gabriel Alarcón. Seis meses duró el asunto, el cuento de su vida, porque marchábamos a paso de tortuga. De mucho de lo que contaba, decía: «Esto no lo pongas, Dínamo. Todavía hay muchos jodidos que me mandarían matar».
Otras veces se eternizaba engolosinado y lacrimoso hablando de un amor, sobre todo de una María Parker de la casa de Ruth, «que era un genio en el derrame». Otras veces nos poníamos hasta el cepillo —esto era frecuente— con coñac francés que en aquel tiempo costaba 5 mil pesos la botella. Otras veces me decía la criada: «De que el señor está servido y no lo puede recibir». «¿Servido?», preguntaba yo. «De que le tocó pulque en la comida, con sus compadres, y se pone cabreado y luego ya se duerme». Otras veces bajaba su mujer, y todo era acosarla, injuriarla, golosamente, retarla a que se confesara «a lo pelón». «¡No escondas, no escondas tu suculento y delicioso pasado!». Algunas veces contaba:
Yo, Dínamo, esperanza de las letras, te lo voy a decir: yo fui un cabrón desde niño. Un niño maravilloso, con el arcoíris en las manos, con el cielo y el viento en la carrera, pero un cabrón bien hecho […]
Se veía exangüe, pero lo poseía una extraña y colérica energía que le iba brotando de todas partes conforme transcurrían las sesiones. Impaciencia, irritación y desdén lo dibujaban cuando lo conocí. Me hacía sentir que se refugiaba en el pasado para recuperar el encanto de la vida. Prácticamente había vivido cuanto puede vivir un hombre de su condición. Nada le guardaba sorpresas ni misterio.
Veía llegar con seca desconfianza a hombres y mujeres. Lo hastiaban las cosas, los nuevos contratos, las situaciones más imprevisibles. Se adormecía contento repasando su historia. Pero poco a poco el gozo del pasado acaba y vuelve el presente. Destapaba otra botella, servía suspirando, decía:
Por qué ha de pasar la vida, Dínamo; por qué tiene que pasar. Todo era tan bello, tan sublime. Aquellas mujeres con sus mejillas de coloretes, sus ojos y sus lunares pintados con hueso de mamey, y su boca de corazón. Aquellas muchachas frescas, trascendiendo a jabón de olor, arregladas cual debe, con sus faldas negras, su fleco, sentadas todas en la sala grande, esperando a los clientes.
No parecía querer a nadie. Con respeto y mucha gentileza hablaba de María Félix y de nadie más; con amor lloroso hablaba del «Garbanzo», su primer maestro, acaso el único que tuvo, que le enseñó a explotar a las mujeres. «¡Era un gran señor! Mira, Dínamo, fíjate bien; me decía el Garbanzo: “No pierdas el tiempo, no te apendejes, las mujeres son un pañuelo para sonarse la verga.” ¡Éste era el Garbanzo! Tenía sus muchachas, por Cuauhtemotzín, cada una en su cuarto. Y se presentaba ya tardeando, y una por una: “¡Qué armas portas, cabrona!”. Y el mulazo donde cayera, para que empezaran a apoquinar la lana de la jornada. —¿Por qué les pegaba, maestro, si de todos modos le iban a entregar el dinero? —Sí, sí, sí, pero tenían que sentir el rigor […]».
Mandaba cobrar sus regalías. «me roban en todo el mundo. Esta miseria es lo que consigo rescatar». Me mostraba los papeles. De 120 mil a 200 mil pesos mensuales. Agriamente revisaba los papeles. Los botaba.
En todo el mundo, en todos los idiomas
Tenía un radio de gran potencia. Me decía: «Qué país quieres oír, ¿Argentina?». Movía los botones y localizaba Argentina. En alguna estación estaban tocando su música. «¿Cuál ahora? ¿París? ¿La Habana? ¿Nueva York? ¿Marruecos?». Invariablemente alguien cantaba una canción de Lara. «Estoy en todo el mundo, en todos los idiomas. Si escribes un libro con lo que te cuento, venderemos más ejemplares que Mein Kampf, de Hitler. ¡Y que no me vengan a mamar!».
A la tercera copa comenzaba su buen humor, su amor por el mundo, sus gratitudes, sus lágrimas. Los muebles de la casa, monumentales, estaban forrados de plástico. Alfombras dobles, gordísimas. Junto al gran piano de concierto, un perro de peluche de dos metros de altura. Abriendo la puerta principal, sobre una saliente de mármol, sus manos de oro macizo y la leyenda: «Mis pobres manos, alas quebradas». Cuadros infames, coloridos. Homenajes enmarcados de gentes mil y de paisanos veracruzanos. Del dedo meñique derecho le colgaba una cruz de oro diminuta. «No, no creo mucho, pero se ve chingona, ¿o qué no? “Qué buen puntách”, como dice “el Loco” Valdés».