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«¿Acabo la guerra? ¡Avísenme!»: Los últimos soldados imperiales

'Zan-ryū nippon hei', soldados rezagadps que perduran en la batalla.
Por Baruc Mayen Arroyo

Imagina que formas parte del ejército de tu nación. Te encuentras en un lugar totalmente aislado, sin compañía y con la certeza de una amenaza constante. Se te ha ordenado una sola cosa: no rendirte ni dejarte capturar por el enemigo. Sin embargo, lo que no sabes, es que tu país ya se rindió. La guerra terminó… hace varias décadas.

Todos los soldados japoneses estaban preparados para la muerte, pero como oficial de inteligencia me ordenaron conducir una guerra de guerrillas y no morir.

Onoda Hirō

Ni un paso atrás

La expresión zan-ryū nippon hei es empleada para referirse a los soldados japoneses rezagados; es decir, aquéllos que continuaron en batalla incluso después de la rendición oficial de Japón, durante la II Guerra Mundial.

Hubo diversas razones por las cuales estos militares no abandonaron las armas, desde la fortaleza de sus convicciones y los estrictos códigos bajo los cuales seguían órdenes, hasta el desconocimiento del fin del combate bélico. Pero algunos soldados sí tuvieron noticia de la rendición japonesa y la conclusión de la guerra mediante octavillas,1 pero creyeron que dichos mensajes los emitía el enemigo para obligarlos a desistir.

Onoda Hiró

Se enlistó en el Ejército Imperial Japonés en 1942, cuando tenía 20 años de edad. En 1944 lo enviaron a la isla de Lubang, en Filipinas, lugar que sería su campo de batalla y hogar durante casi tres décadas. Las órdenes de Onoda eran combatir a las fuerzas enemigas que pronto llegarían a la isla y no suicidarse o rendirse bajo ninguna circunstancia.

Onoda estaba tan comprometido con la milicia que no dejó sus armas ni siquiera cuando ya no había guerra alguna que ganar.

Cuando las tropas estadounidenses desembarcaron en la isla de Lubang, Onoda y otros tres militares nipones comenzaron su resistencia y se refugiaron en las colinas. Durante varios meses tuvieron que alimentarse de frutas, cereales y carne de los animales que mataron a lo largo de su travesía.

A finales de 1945 Onoda y compañía encontraron panfletos con una orden firmada por Yamashita Tomoyuki2 para que se entregaran a la brevedad. Como si disfrutaran de vagar por regiones selváticas y desoladas, consideraron que dichos mensajes eran falsos y acordaron continuar en combate —uno que ya no existía.

Se estima que durante la estancia de Onoda Hiro en Lubang,
él y sus compañeros mataron a 30 personas

Para 1972 Onoda Hirō se había quedado solo, pues uno de sus compañeros —Yuichi Akatsu— se rindió en 1950 ante el ejército filipino y los dos restantes —Shoichi Shimada y Kinshichi Kozuka— fallecieron en 1954 y 1972, respectivamente.

Luego de dos años de soledad Onoda se encontró con Suzuki Norio, un joven estudiante que había viajado con la encomienda de hallar al combatiente extraviado. Suzuki le pidió a Onoda que lo acompañara de regreso, pero éste se resistió bajo el argumento de que seguía esperando órdenes de sus superiores. El gobierno japonés envió una delegación con el hermano del militar y su excomandante —porque aquel señor, al parecer, no le haría caso a nadie más — quien, por fin, lo liberó de su deber.

Murió, como un héroe en 2014, a la edad de 91 años.

Suzuki Norio y Onoda Hirō.

Yokoi Shoichi

Antes de ser reclutado por el Ejército Imperial Japonés, Yokoi era un aprendiz de sastre. En 1941 tuvo que abandonar la confección de prendas para formarse en el manejo de armas militares. Durante la II Guerra Mundial fue enviado a combatir a China y, posteriormente, a la isla de Guam.3

Yokoi, quien llegó a tener el rango de sargento, se refugió en la profundidad de la selva junto con otros nueve combatientes cuando el ejército estadounidense tomó la isla y se fracturó la cadena de mando de la armada nipona. Debido al temor de ser capturados por tropas enemigas o por cazadores locales, Yokoi y compañía tomaron medidas como borrar sus huellas durante sus trayectorias y alimentarse de la exótica fauna, cuyo menú incluía ratas, anguilas y sapos —algunos probablemente venenosos.

Conforme avanzaron los meses y los años, los sobrevivientes decidieron separarse para evitar ser localizados con facilidad. Yokoi mantuvo contacto con dos compañeros hasta 1964, cuando éstos fallecieron en una inundación. El sargento nipón vivió en soledad durante ocho años, hasta que un par de cazadores lo hallaron cerca del río Talofofo. Yokoi intentó agredir a los locales para evitar su captura, pero la mala alimentación durante su aislamiento lo había dejado sin fuerza.

Fue recibido un par de semanas después en su país natal en calidad de héroe. Falleció a los 82 años, en 1997, de un ataque al corazón.

Nakamura Teruo

Nació en Taiwán en 1919, durante la época en la que Japón controlaba dicho territorio. Pertenecía a la etnia Ami y su nombre nativo era Attun Palalin. Fue obligado a servir como soldado raso al ejército nipón en 1943 y fue enviado a la isla de Morotai de Indonesia, terreno que sería controlado un año después por las tropas de los países aliados.

Vivió escondido y aislado del resto del mundo junto con otros soldados hasta 1956, año en que decidió abandonar el grupo para continuar su resistencia por cuenta propia, ignorando el fin de la guerra, hasta que un piloto de la fuerza aérea de Indonesia —al parecer con bastante buen ojo—, en 1974, divisó por casualidad el refugio de Nakamura. La embajada japonesa solicitó ayuda al gobierno indonesio para enviar un grupo de búsqueda para «capturarlo» y enviarlo de regreso a Taiwán.

Cuando la noticia llegó a Japón, la sociedad pareció no darle importancia, a pesar de que Nakamura sirvió a su nación. Quizá se debió a su bajo cargo o al hecho de que no era originariamente nipón —de hecho, ni siquiera hablaba el idioma del país del sol naciente—. Murió en 1979 a causa de cáncer de pulmón.

¿Y luego qué?

Aunque estos soldados tuvieron en común su excesivo compromiso con la labor militar y el desconocimiento del fin de la guerra, las situaciones a las que se enfrentaron luego de su rendición fueron muy distintas.

Onoda Hirō, por ejemplo, fue recibido con gran gusto por la sociedad nipona. Se postuló —sin éxito— a la Dieta Nacional4 y viajó a Brasil, donde contrajo matrimonio y lideró a la comunidad japonesa local. Volvió a Japón en 1984 para fundar un campamento de educación para jóvenes y, doce años después, donó 10 mil dólares estadounidenses a la escuela local de Lubang.

Yokoi Sōichi, por otro lado, hizo explícita su incomodidad desde que volvió a Japón. No podía ser de otra forma: imagine vivir casi 30 años en un territorio ajeno, sin compañía, y a su regreso encontrarse con que su país está en camino de consolidarse como una potencia industrializada y estar rodeado de reporteros y fotógrafos. Yokoi, poco a poco, se acostumbró a su nueva vida. Se casó meses después de su llegada y se dedicó al cultivo orgánico de verduras.

Para Nakamura Teruo, sin embargo, lo que hubo tras su captura fue una gran incertidumbre. Al principio fue difícil incluso determinar quién era —pues ni nació en Japón ni se llamaba así—. El exsoldado expresó su deseo de ser repatriado a Japón, pero resultó ser que, al no haber estado jamás en dicho país, no le podían reconocer tal derecho.

___________________________

  1. Hojas de papel cuyo tamaño aproximado es de media cuartilla, utilizadas principalmente para publicidad y propaganda.
  2. General del Ejército Imperial Japonés, conocido como «El tigre de Malasia» y famoso por la leyenda de un supuesto tesoro que ordenó enterrar en Filipinas.
  3. Una isla del océano Pacífico que forma parte de los territorios no incorporados de los EE.UU.
  4. Órgano máximo de poder del Estado de Japón.
Baruc Mayen Arroyo jamás ha visitado Japón, pero una de las cosas por las cuales quisiera hacerlo es por la gastronomía de dicha nación. Además, le intriga en demasía el código no escrito de conducta de aquella sociedad, así como los valores que la rigen.

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