En 1895, el prolífico Herbert George Wells (1866-1946), hizo su debut novelístico con La máquina del tiempo. Una historia de ciencia ficción que se diferencia de las otras del género por contar con destacables elementos de la vida social —todavía cotidianos— por un lado y, por otro, porque éstos no se alejan mucho de lo que el autor vivió en la capital británica; con todo, elementos y personajes están proyectados en un futuro distante.
La novela inicia en lo que parece ser una reunión semanal, el futuro viajero explica a un grupo de escépticos su extraña teoría, según la cual todo cuerpo real que ocupa un lugar en el espacio se extiende en cuatro direcciones: longitud, anchura, espesor y duración. A partir de ello, plantea que si el ser humano es capaz de moverse en las tres primeras dimensiones del espacio —de derecha a izquierda, al frente y atrás, y de arriba a abajo—, ¿por qué no podría hacerlo en la cuarta, que es la del tiempo?
El mundo al que lo transporta la máquina —platica el viajero— es similar al nuestro, lo que ha cambiado es que el ser humano como tal ha dejado de existir.
La verdadera acción comienza cuando, una semana después de aquella noche, el grupo —aún escéptico— regresa para que el viajero les muestre el funcionamiento de la máquina que, ellos suponen, apenas ha terminado. Con lo que se encuentran —y el lector junto con ellos— es con la historia que les tiene preparada luego de haber regresado de un terrible viaje de 800 mil años en el futuro.
Ponte a prueba: Viajes en el tiempo
En su lugar están los eloi, criaturas frágiles e inútiles, pero tiernas y bondadosas, que viven en la superficie; mientras que los morlocks, seres monstruosos de grandes ojos negros, habitan en la oscuridad del subsuelo.
A pesar de que la novela se extiende en el tiempo mucho más allá de esta era cibernética y tecnológica —que pareciera ser la única probable para nosotros—, en el mundo de los eloi y los morlocks, los rasgos propios de las civilizaciones que habitan hoy el globo se mantienen intactos.
Ilustración impresionista de un Morlock llevándose un niño Eloi, tomado del libro Kaibutsu Gensō Gashū de Tatsuya Morino.
Futurismo social
Con esta visión social a futuro, la novela plantea un engañoso retorno a cierto tipo de primitivismo ideal que sitúa a sus habitantes en un lugar en el que han aprendido, en apariencia, a vivir sin los avances y progresos que hoy gobiernan. Ellos han regresado, después de miles de años, a un modo de vida más simple; aunque pronto esa ilusión se acaba para el lector, cuando se da cuenta de que pocas cosas resultaron tan bellas como su apariencia.
A medida que se suceden las páginas, el relato del viaje se interpreta como el resultado de una división de clases que se gestaba desde hacía, precisamente, 800 mil años.
Durante la misma noche que el creador de la máquina regresa del futuro —con la prueba del funcionamiento de su invención—, frente a esas recelosas e inquisitivas miradas, devela la terrible verdad sobre el porvenir de nuestra especie.
Ante este asombroso desarrollo evolutivo —o involutivo— del ser humano, queda la sensación de que todas las vertiginosas conquistas realizadas —sobre todo en el plano social— se han vuelto, a través del tiempo, innecesarias, en el mejor de los casos, y contraproducentes, en el peor.
La humanidad se ha alejado de sí misma y ha negado su esencia fundamental, para devenir en seres frágiles, temerosos y altamente dependientes, por un lado —eloi—, y monstruosos, ruines y malvados por el otro —morlocks.
Una división radical que podría homologarse con la que existe entre el reino animal y los seres humanos.
Y es debido, precisamente, a ese carácter tan drástico, improbable y remoto en nuestro tiempo, que la historia se vuelve mucho más plausible que ninguna otra que se haya aventurado a profetizar —Wells— sobre los tiempos venideros.
Verosimilitud welliana
La lectura de La máquina del tiempo tiene la maravillosa cualidad de proponer una historia literalmente increíble y, aun así, hacer creer que, de acuerdo a los argumentos dados, el futuro «debe» ser tal como se describe en ella. El impacto es tan grande que, cuando se llega al final, puede quedar la extraña certeza de que, aunque jamás lo llegaremos a ver, el destino del mundo será así sin remedio.
La geografía y lógica internas de cada uno de los dos mundos en los que la división social ha decantado, coinciden con una precisión perturbadora en nuestros días gracias a los puentes que el autor establece entre el hoy y el futuro remoto.
Ése fue el mérito de Wells; quien, lejos de la gastada idea futurista de autos voladores y complejos, y aparatosos sistemas de reproducción humana en probetas, se basó en algunos factores de la realidad para poner en marcha su instinto creador. Tomó, absolutamente, todos y cada uno de los componentes de su tiempo: la naturaleza y el cosmos, el trabajo, el elitismo y la invención de necesidades vanas, y los empleó para penetrar cruelmente en el objeto de la felicidad presente y futura, así como en nuestros miedos y carencias que, curiosamente, encuentran su razón de ser en la inercia de nuestras propias acciones.
La «máquina» como vehículo de protesta
A todo esto, hay que añadir que H. G. Wells no se detuvo en la especulación sobre el futuro, sino que, junto con su viajero, nos condujo a través de miles y miles de años en un paisaje cambiante y desolado, en el que glaciaciones, un Sol cada vez más cercano a la Tierra y crustáceos gigantes, son el común denominador de un mundo que ha visto y hecho demasiado. Un mundo que ha llegado al punto álgido que todo progreso desproporcionado alcanza tarde o temprano, y a partir del cual empieza su retroceso y final decaimiento.
La máquina del tiempo, en cuanto artefacto, es sólo un pretexto.
El instrumento sirve de plataforma para hacer una crítica a la sociedad de la que el autor tanto renegó a lo largo de su vida y obra, y mediante la cual envió una advertencia a los lectores de entonces; tal vez, sin preverlo, también a los de hoy y mañana, sin importar quiénes sean.
La trama en esta novela de Wells tiene implicaciones profundas, matiza la narración aventurera con la reflexión filosófica —no con aquélla de la paradoja temporal sino con la del tiempo que toca vivir— para que ayude a comprender la ambigua y compleja naturaleza humana, así como los motivos que la llevan a crear estructuras sociales disfuncionales y, a veces, absurdas.
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