Piratas: de piel tostada por el sol, semblante marchito y arrugado por la sal del Caribe, marcado con cicatrices que surcan su rostro y cuerpo como mudo recuerdo de las tropelías cometidas, largas barbas, una vestimenta decadente, aderezada con arracadas, pendientes y, ¿por qué no decirlo?, un potente tufo a escoria que precede su temible arribo.
«Que es mi barco mi tesoro; que es mi dios la libertad; mi ley, la fuerza y el viento; mi única patria, la mar.»
José de Espronceda, Canción del pirata
Ya sean corsarios, bucaneros, filibusteros o, simple y llanamente, piratas, ésta es la ineludible imagen que la literatura y el cine han construido en torno a estos perros del mar, que durante tres siglos infundieron terror en los océanos por su insaciable sed de aventuras, de ron y, sobre todo, del oro y la plata de las Américas.
Ladrón que roba a ladrón
Antes de internarnos en aguas profundas, es pertinente aclarar que, si bien la piratería —definida como «el robo violento cometido en altamar o en puerto»— ha sido una práctica común desde la Antigüedad, que floreció entre los siglos xvi y xviii en las costas del Océano Índico, el Pacífico Sur, la Europa Oriental y el norte de África, en nuestras latitudes la palabra pirata nos transporta de inmediato al Mar Caribe, que durante la colonia española fue ruta de tránsito de embarcaciones hispanas y portuguesas que transportaban, desde Veracruz y Panamá, abundantes cargamentos de plata, oro y otras riquezas —producto del saqueo y la explotación de las tierras americanas—, que conformaban un apetitoso botín para quien tuviera los arrestos suficientes para hacerse de él. Y quizá estén de acuerdo con que el recuento de estas fechorías caribeñas, es suficiente para colmar estas páginas.
La historia de esa «edad de oro» de la piratería inicia con la firma del Tratado de Tordesillas, a principios del siglo xvi, mediante el cual España y Portugal se repartieron el mundo con el aval del Papa. Las demás monarquías europeas no sopesaron la importancia de ese acuerdo, hasta que los descubrimientos de la primera mitad de ese siglo llevaron a la conquista de los imperios mexica e inca y del Potosí, que eran ricos en oro, plata y gemas, lo que se tradujo en un súbito enriquecimiento de la corona castellana. Esto no pasó inadvertido y despertó la codicia y envidia de las naciones rivales. El soberano francés Francisco i fue el primero en dar un manotazo sobre la mesa y emitir «patentes de corso»1 De cursus —«carrera», en latín—. Era un documento que, apoyándose en el derecho de represalia, expedía una corona; bajo su amparo, algunos corsarios tenían la misión de atacar flotas o puertos enemigos. para atacar a los navíos cargados de riquezas del Nuevo Mundo. Así, el corsario francés Jean Fleury abrió el baile pirata al asaltar dos carabelas españolas repletas de tesoros, en el año 1523.
No todo pirata es tuerto
Tocando este puerto, es prudente aclarar las cuatro denominaciones principales dadas a las huestes del mar: piratas era el término usado en general para referirse a los bandidos del mar dedicados a atacar barcos o puertos para despojarlos de sus tesoros; corsarios, una modalidad de pirata que contaba con una patente de corso otorgada por alguna corona, cuyo objetivo era debilitar a una potencia enemiga al robar los bienes transportados o conservados en las costas; los rudos cazadores que se reunían en La Española eran llamados bucaneros, ya que ahumaban la carne en un instrumento llamado bucan; y, finalmente, los filibusteros, navegantes errantes que se reunían en La Española para comprar la carne que vendían los bucaneros2 Todas las definiciones se extrajeron de la revista Historia y Vida, núm. 471..
La segunda mitad del siglo ass=”smallcaps”>xvii contempló el esplendor de bucaneros y filibusteros como Henry Morgan, Jean David Nau, «El Olonés», o Laurens «Lorencillo» de Graaf, quienes resultaron invencibles en sedes como Tortuga, Barbados, Jamaica, La Española y las islas de Barlovento. Estos forajidos acuáticos preferían desplazarse en embarcaciones pequeñas y ligeras, armadas con diez o doce cañones, en las que podían dejar atrás con facilidad a las pesadas naves militares. Su táctica era simple: golpear, robar y huir; entre más fácil el asalto, mejor.
La «ley pirata» normaba la conducta que debía respetarse a bordo, la repartición del botín y las indemnizaciones por heridas de combate.
Cuando sus callosas y ajetreadas manos no se encontraban ocupadas en alguna tropelía, y dada la prohibición de llevar mujeres blancas a bordo3 Que, contrariamente a lo que se cree, no obedecía a una superstición, sino a la llana y práctica razón de evitar que los bucaneros se mataran entre sí por una dama., los perros del mar daban rienda suelta a sus dos grandes pasiones: el juego y la bebida. Su afición a las cartas y a los dados era tan acusada, que muchas veces eran capaces de quedarse sin lo ganado en el asalto —y, literalmente, hasta sin camisa— al golpe de la suerte. Y del alcohol, ¡ni hablar!, la fama de los piratas como aficionados al ron y casi a cualquier otra bebida «punzocortante» se refrendaba a diario.
Más de un capitán perdió el bigote porque en sus arcas se agotaba el ron. Por lo demás, la vida en una balandra pirata transcurría entre las labores propias del oficio del mar, que se cumplían y se hacían cumplir según el orden jerárquico —en el que incluso el capitán podía perder su lugar si así lo decidía la mayoría— y el severo código de honor y justicia pirata; y las esporádicas encaladas en tierra, en las que se abastecían los suministros —comida, municiones y agua potable, sin faltar barriles de ron—, se daba mantenimiento a la embarcación y, desde luego, se sofocaban todo tipo de ardores corporales… porque los piratas también tenían su corazoncito.