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Las solteronas

Cuando a mi abuela le preguntaban por Teresita decía: «¡Ay Teresita, pobrecita!» Y contaba la historia de una de tantas solteronas.
Las solteronas

Me acuerdo perfectamente de ella, porque la vi muchas veces cuando yo era niña, en casa de mi abuela. Era una señora flaquita, de lentes, apocada, que hablaba lento y en voz baja y que se presentaba a sí misma con el nombre de Teresita Trujillo. Ella, como muchas otras amigas de mi abuela y algunas de mi mamá, era lo que el mundo que me rodeaba reconocía como una solterona, de hecho, era el estereotipo viviente, las solteronas en su pleno apogeo.


«Me miro al espejo, soy una jamona y el año que viene que va a comenzar cumplo los cuarenta. ¡Dios mío, qué vieja!, y no he conseguido poderme casar
Copla popular


Teresita habría nacido en la segunda década del siglo XX, era hija única de un matrimonio de clase media alta —que por entonces solían vivir aún en el centro
 de la Ciudad de México— y había sido compañera del colegio de mi abuela. A Teresita, como a todas las solteronas, 
se le veía y se le trataba con lástima, mi abuela misma, cuando le preguntaban por ella, decía: «¡Ay Teresita, pobrecita!»
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Ella había sido huérfana de padre a temprana edad, había estudiado lo básico —quizás primaria o secundaria— y después se había dedicado a prepararse para ser un ama de casa y madre perfecta. Sabía bordar, tejer, coser y era refinada. También aprendió cocina, repostería y demás y entró al coro de la iglesia cercana a su casa. Ahí conoció a un joven de provecho, quizá no rico, pero de buena cuna y con muchas ganas, del cual se hizo novia a temprana edad —cuando tenía 14 o 15 años—. Novio de mano sudada, siempre bajo la mirada inquisitiva y recta de su madre, con la cual no sólo vivía sino que convivía en el sentido más amplio del término, que le hacía de chaperona.


Y en ese noviazgo, que se prolongó más que lo necesario ya 
que el susodicho quiso estudiar medicina para ser un hombre de mejor porvenir, Teresita maduró y trató de consolidar su relación, sin descuidar sus deberes como hija y como buena feligresa.
Ayudó a Enrique —su novio— en todo lo que pudo, fue solidaria, empática y paciente hasta el punto de teclear una por una y varias veces cada una de las cuartillas de la tesis de titulación del muchacho.
Por fin el día esperado llegó, y él logró recibirse gracias a su esfuerzo y al apoyo de Teresita. Ese día ella esperaba con ansia el anillo que pactaría el compromiso, así como la confirmación de la fecha de la boda, por la cual había esperado ocho largos años. Con toga y birrete en mano, el recién médico se presentó en la pequeña casa de Teresita en la Plaza de Loreto un sábado por la mañana, tocó la puerta, la madre le abrió y él pidió hablar con 
la hija. Ella se asomó por la escalera con una sonrisa de oreja a oreja y cuando estaba a punto de bajar, él le dijo, enfático y con tono solemne:
—No, Teresa, ni bajes, sólo te vengo a decir que no me voy a casar contigo, que estoy enamorado de alguien más y que te voy a dejar.
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Sobra decir lo que pasó después, ese suceso fue el empezose del acabose:
Teresita lloró, lloró y lloró y dejó ir la vida en manos del desconsuelo, junto a su madre, cuidándola y acompañándola a todas partes.
Cuando
 su madre murió, su soledad fue absoluta y, por tanto, literalmente «se quedó para vestir santos». Acudía religiosamente a la iglesia de la Adoración y atendía al padre y a todas las monjitas, es más, les llevaba tamales diario. Le decía a mi abuela:
—¡Ay Maruca, me tengo que levantar a las cinco y media todas las mañanas para ir por los tamales y llevárselos 
al padre!
—Pero Teresita, ¿cómo crees? Cómpralos en el súper y congélalos…
—No, es que al padre le gustan frescos, del día.
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Sí, y ésta es sólo una variante más de muchos casos de solteronas que hemos conocido, que hemos tenido
 en nuestra familia, o de las que hemos oído hablar.


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«Solteronas», en eso se convertían después de haber alcanzado o sobrepasado la edad en la que, en su sociedad se consideraría propio casarse —esta idea variaba de un entorno a otro.
Es interesante darnos cuenta de que no hay ninguna lengua en donde el término referido a una mujer mayor que no se casó, no sea peyorativo.
En inglés se le llama spinster —que hila, hilandera—, como Penélope, que esperando a su amor ido se la pasaba tejiendo en espera de un Ulises que la deja sola e inerme. En francés es vieille fille, es decir «hija, señorita o muchacha vieja», mientras que en turco el término es kiz kurusu, que significa «chica instalada»: que ahí se quedó, que no avanzó. En totonaco se dice xyitsu tsumajat, que quiere decir más o menos «mujer que no se casó por vieja», por poner sólo algunos ejemplos en los que el estereotipo no falla ni se salva.

Las solteronas como estereotipo

«Cuando un estereotipo se encuentra ajeno o desviado de lo que la gente generalmente considera como normal1 L. J. Peach, Women in culture: A women’s Study Anthology, Oxford: Blackwell, 1998, —nos dice Peach— funciona como una forma de control social». De hecho, históricamente las solteronas siempre han sido relegadas por la sociedad. Hasta fines del siglo XIX, las mujeres no casadas no podían poseer propiedades y estaban sujetas al control financiero de la jerarquía familiar.
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Y como no tenían
 vida propia, «como una 
solterona no tiene hijos
 propios, la sociedad espera 
que ella dé un paso y adopte un 
rol genérico de madre, ya que es 
su labor»2 Deborah J. Mustard, Spinster: An Evolving Stereotype Revealed Through Film; Publicación Online, Journal of Media Psychology, Volumen 4, enero del 2000., nos dice Mustard, su deber debía ser involucrarse y ser la madre social, ya que ella no tiene ni hijos, ni esposo propios para cuidar.
Se trata de un estereotipo muy sexista, en el que hay un inquietante miedo de que las mujeres que buscan alternativas al matrimonio y a la maternidad puedan encontrarse satisfechas.


«Las imágenes de ellas mismas con las que han sido presentadas las mujeres —y han ayudado a preservar— tienen el objetivo de desmotivar o intimidar —agrega Mustard—, si a las mujeres se les permite escapar en escobas, ¿no podrían destruir todo lo que ha sido delicadamente elaborado por los hombres?».
Además, el estereotipo ha sido entendido universalmente como femenino por naturaleza. Palabras como solterona y quedada no tienen nada que ver con su contraparte masculina soltero, que comúnmente implica que un hombre es joven, viril y disponible e incluso puede aludir a una sexualidad más sana y «normal». Se es solterón por convicción, empedernido, con muchas mujeres, incluso se podría pensar que se es mujeriego, mientras la mujer es amargada, vive triste, está sola, es una persona no realizada, motivo de pena o burla.

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