El célebre proverbio bíblico reza que «nada hay nuevo bajo el Sol», pero la justificación de «basarse en algo» para crear una nueva versión es un pretexto artístico cada vez más usado para elaborar descaradas copias. He aquí algunos ejemplos y reflexiones al respecto.
Decía Bernardo de Chartres que somos como enanos a los hombros de gigantes. Podemos ver más lejos que ellos porque somos levantados por su gran altura.
John de Salisbury
Estoy leyendo una novela de misterio. La cosa va más o menos así: el curador de una valiosa colección de arte es encontrado asesinado. Una famosa pintura —no les diré cuál— pone en movimiento la trama.
Página tras página nos enteramos de la existencia de unos documentos secretos, tan peligrosos para el cristianismo, que si se dan a conocer pueden acabar con la Iglesia. El héroe es un experto en arte y el antagonista un ambicioso cardenal.
En el fondo opera una misteriosa organización patrocinada por el Vaticano. Sin ánimo de arruinar la sorpresa, les diré que María Magdalena y la descendencia de Jesús tienen un papel fundamental en la historia. La propuesta es que Cristo, como ser divino, fue una figura mítica impuesta por el emperador Constantino con fines políticos.
La novela es, desde luego, La hija de Dios de Lewis Perdue, y se publicó hace catorce años. Si le suena escandalosamente similar a la infame El código da Vinci, de Dan Brown, publicada tres años más tarde, usted no está solo en este mundo. El mismo Perdue ha dicho que al leerla sintió como si unos ladrones se hubieran metido a su casa. En opinión de muchos, la trama y los personajes de ambas novelas son tan parecidos, que podría decirse que Brown se hizo millonario con ideas que «tomó prestadas» de otro libro —prácticamente las reescribió—. Está lejos de ser el único.
La verdad es que todo el mundo plagia: músicos, escritores, publicistas, políticos poco inspirados que no se sonrojan por usar los discursos de otros, e incluso científicos… hasta que los cachan.
Con una ayudadita de mis amigos
En nuestro tiempo, las ideas novedosas, entretenidas y cautivadoras gozan de gran demanda, pero no se pueden ordenar por correo. Dependen de esa ave rara que se llama inspiración. El espejo encantado de nuestra época nos ha puesto frente a dos duras realidades: una, que, por lo visto, las ideas originales son cada vez más escasas —«eso» que estás componiendo ya se le ocurrió a alguien más, sentencia Google—; otra, que la tentación de robárselas ha aumentado en la misma proporción que la facilidad con la que accedemos a ellas.
«Si robas de un autor es plagio; si robas
de muchos, es documentación»
— Wilson Mizner
En un mundo menos conectado, quizá el cantante ruso Garik Sukachev nunca se hubiera fusilado «Kumbala» de La Maldita Vecindad. Sabemos que lo hizo porque las dos canciones están en YouTube, pero ¿quién se hubiera enterado hace 20 años, cuando nadie estaba conectado? A estratos más altos, el beatle George Harrison aceptó que su composición más célebre como solista —«My Sweet Lord»— es una copia al carbón de «He’s so Fine», una olvidada canción de los años 60.
También la venerada banda Led Zeppelin plagió, con todo y título, la canción «Dazed and Confused» de un virtual desconocido a quien siempre se le negó crédito: Jake Holmes.
Bienvenidos a la era del acceso a la información y de su hijo más horrible: el plagio.
No robarás
Los que predican el séptimo mandamiento tampoco se quedan atrás. Además de robarse la inocencia de los niños, el sacerdote Marcial Maciel también hurtaba ideas: el libro de cabecera de su organización, Salterio de mis días, resultó ser una copia casi fiel de Salterio de mis horas, escrito por Luis Lucía, un político español que fue condenado a muerte por no apoyar a Franco.
En el mundo de la música, el grupo Panda copió «At the library», de Green Day, sin cambiarle ni un poquito, y Maná tomó prestada —sin permiso— la portada de InVino Veritas, el álbum debut de los australianos Airway Lanes.
Igual que un cofre abierto que hasta al más honrado invita a robar, la supercarretera de información tentó a los creadores con un nuevo mundo de material pirateable. Irónicamente, es también gracias a Google que el plagio es hoy más fácil de detectar. En el pasado, un poeta con dinero y sin inspiración podía viajar a una oscura biblioteca de Melilla, España, fotocopiar un poemario sin fama y publicarlo en Zacatecas como propio. Las posibilidades de que lo descubrieran eran infinitesimales. Conozco a un rimador de mi Aguascalientes que buscaba poemas en chino, los hacía traducir, les cambiaba algunas palabras y voilá: tenía una nueva creación con deliciosa sensibilidad oriental.
¿Se acabaron las canciones?
«Las palabras pertenecen a quien las escribe, hay pocas nociones éticas más simples que ésta», escribió Malcolm Gladwell, y lo mismo se puede decir de los conceptos visuales, los programas de cómputo y la música, ese arte de distribuir notas, silencios y tiempos.
¿Por qué artistas célebres como Led Zeppelin o George Harrison copiaron canciones de virtuales desconocidos y se arriesgaron a una demanda o, peor aún, al desprestigio? ¿Se les acabaron las ideas? ¿O ya se inventaron todas las melodías posibles?
Después de todo, diría un plagiario en busca de una excusa, no son más que siete notas —y sus respectivos semitonos la materia prima de la que el compositor dispone para inventar algo que nadie haya escuchado antes. Y cualquiera sabe que hay un número limitado de acomodar las siete notas, ¿cierto?
Al final, no siempre es fácil discernir la borrosa línea entre tributo, evolución artística y plagio. En los peores casos, están los zoquetes sin talento que aprenden a copiar y maquillar grandes obras para esconder su mediocridad.
En los mejores, están aquellos que, bebiendo de las influencias del pasado, inauguran nuevas eras artísticas, como Beethoven, Kurosawa o The Beatles, gente que vio lejos porque estaba sentada sobre los hombros de gigantes… pintoresca metáfora que no es mía, sino de Isaac Newton, quien señaló: «Si he logrado ver más lejos, ha sido porque he subido a hombros de gigantes», quien a su vez copió a John de Salisbury… y que él mismo escuchó decir a Bernardo de
Chartres… y así sucesivamente.
Si quieres conocer más plagios y tributos consulta Algarabía 115.
Gustavo Vázquez Lozano no escribió para este artículo nada que no se haya dicho, pensado o reportado antes —excepto quizá la parte de los «poetas malitos» de Aguascalientes— y por eso está muy agradecido con sus fuentes.