En el prólogo del mejor de todos los libros del mundo, su autor, para disculparse de que Don Quijote posiblemente le haya resultado «un hijo feo y sin gracia alguna», pide que tomemos en cuenta que su personaje fue engendrado «en una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido tiene su habitación».
La anotación es sombría aunque no rencorosa, y se advierte que Cervantes habría preferido escribir gozando, como a continuación dice, de la amenidad de los campos, la serenidad de los cielos, el murmurar de las fuentes, la quietud del espíritu, etcétera, con lo cual las musas le hubieran sido más propicias.
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Y, bueno, yo, aún si nunca le hubiera deseado prisión a mi autor favorito, no estoy en eso de acuerdo con él, pues me parece que la prodigiosa sensación de libertad que hay en El Quijote se debe, entre otras cosas, a haber sido concebido en una cárcel, el lugar propicio para soñar con la libertad.
El Marqués de Sade pasó quizá más de un tercio de su vida en cárceles a las que retornaba con cualquier pretexto.
Podría sospechársele una gozosa vocación de prisionero al famoso escritor francés, pues, a final de cuentas, en la cárcel habrá tenido suficiente tiempo y gana de poner en juego su imagen desatada —dicho sea de paso: desatada pero pobrísima—, pues, por muchas peripecias libertinas y muchos personajes lujuriosos que monótonamente reiteró en el papel, lo que menos logró, contrariamente a Cervantes, es comunicarnos la sensación de vida y libertad.
Aquí surge entonces la pregunta: ¿dónde y cómo es mejor que escriba un escritor?
Y la respuesta vendría ya razonada y expedita: lo propio de un escritor es escribir sentado ante un escritorio y en una habitación ad hoc, con amplia ventana, selecta biblioteca, gato sobre las cuartillas —como pisapapeles—, y buen instrumental de escritura: desde racimos de lápices bien afilados, o pluma de manguillo, o estilográfica, o bolígrafo, o vigorosa pero ya anacrónica máquina de escribir, o hasta el último modelo de computadora —grande o laptop.
Pero resulta que los escritores, seres caprichosos aun en los casos en que son profesionales y bien disciplinados, suelen escribir donde y como quieren y por ello es enorme la variedad de escenarios, ambientes, posturas, estados de ánimo, etcétera, que pueden requerir para cumplir con su raison d’être.
Por ejemplo:
Cafeteros, nómadas et al.
«El café, decía Jean-Paul Sartre, es mi vida, y gran parte de mi obra la he hecho en cafés. Por ejemplo, casi todo El ser y la nada lo escribí en La Coupole, en Les Trois Mousquetaires y en el Flore.»
Y sin duda al filósofo y escritor existencialista los cafés, particularmente los de Saint Germain des Prés —donde Boris Vian le enseñó a respetar el jazz y Juliette Greco, chanteuse existencialista, le maullaba canciones desgarradas y desgarradoras—, le resultaban no sólo lugares de trabajo sino también observatorios para documentarse en los enigmas de la existencia.
Entre nosotros, Tomás Segovia es autor del libro Casa del nómada, ¿y qué puede hacer funciones de casa para alguien tan traslaticio como un nómada, si no es un café, o más bien los cafés de diversos países por los que el poeta «nomadea»?
En la ciudad de México, allá por los años 50, si usted quería encontrar el Café de Chufas, no tenía más que buscar a Tomás Segovia.
Ramón Gómez de la Serna, que era capaz de soltar greguerías donde y como fuese, hasta en un circo y montado en un elefante o alzado en un vertiginoso trapecio, o junto a un farol de gas callejero instalado en su despacho por cortesía del ayuntamiento madrileño, además escribía con frecuencia mirándose duplicado en los ancestrales grandes espejos del Café de Pombo, en la calle de Carretas, Madrid, donde instituyó una tertulia mundialmente famosa y motivadora de un no menos célebre cuadro de José Gutiérrez Solana.
Proust, Twain y yo
Pero, ¿cuál sería, a juicio y sentir de quien esto escribe, la postura y el lugar más deseables para escribir?
Sin ninguna duda, la cama. Cuando pienso que en el lecho monsieur Marcel Proust narró su En busca del tiempo perdido, la obra maestra entre las obras maestras de todo el siglo xx, cuando leo el testimonio de la leal Celeste sobre su patrón escribidorsísimo —«Nunca lo he visto tomar ni una mínima nota de pie o sentado; siempre lo encontraba trabajando en el lecho, apoyando la cabeza en espesos almohadones y usando sus rodillas como escritorio»—, estoy tentado de volverme asmático, para, en la interminable noche del asma, que también sería del alma, escribir y escribir y escribir hasta el término de mi inmortalidad momentánea.
Ese mueble, como se sabe, es el privilegiado lugar de los sueños y del amor, y por eso también el lugar ideal para un acto tan onírico como amoroso: el de escribir.
Parece que no hay, o yo no la he visto, foto de Proust escribiendo en la cama o siquiera mojando bizcochos en el té de mágicos poderes recordadores, pero sí hay una, tomada sorpresivamente o candorosamente posada, de acción espiritual, escribiendo en su cama.
Twain, aún más que también admirable Mark Twain –o Samuel Langhorne Clemens—, autor de las fluviales épicas picarescas, inmarcesibles Aventuras de Huckleberry Finn, quien solía escribir en el lecho, y no, como Proust, por causa de enfermedad, sino, digamos, por puro amor a la cómoda horizontalidad. Él es para mí el mayor héroe de las batallas literarias en campo de plumas, o en mero colchón —que es invento arábigo, ¿lo sabían ustedes?
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