En un momento histórico que vio nacer la democracia moderna, el marqués de Condorcet (1743-1794) fue el primer científico que se interesó en los procesos de toma de decisiones desde una perspectiva matemática. En 1785 publicó el Ensayo sobre la aplicación del análisis a la probabilidad de decisiones tomadas por pluralidad de votos, en el que ponía en evidencia la complejidad de los procesos de votación y la dificultad de llegar a un resultado que refleje fielmente el deseo de las mayorías.
En particular mostró que si hay más de dos candidatos y cada votante tiene una escala de preferencias, el resultado de la votación depende más del orden en el que se vota que de un ilusorio consenso general.
El problema con las elecciones democráticas, en la vida real, es que los votantes suelen tener una gama de opiniones de los candidatos con un orden jerárquico de preferencias. En estas condiciones no es claro cómo llegar a una decisión que refleje, de la forma más justa posible, los sentimientos de todos los electores.
A Condorcet se le ocurrió un método de votación para los casos en los que hay varios candidatos: se enfrentan todos ellos entre sí de dos en dos y resulta ganador el que llegue invicto hasta el final —tal como se hace en la segunda fase de los torneos mundiales de futbol—. Pero él mismo se dio cuenta de que se pueden dar situaciones paradójicas en las que un primer candidato vence a un segundo, el segundo vence a un tercero, pero el tercero vence al primero. Se produce así lo que se conoce, desde entonces, como un «Ciclo de Condorcet».
La «voluntad popular» es imposible de definir matemáticamente, ya que el resultado de una votación depende, en buena medida, del sistema convenido.
Por esa misma época, Jean-Charles de Borda (1733-1799), secretario de la Academia Francesa, estaba preocupado por el hecho de que las elecciones en esa prestigiada institución no reflejaban siempre el consenso de los electores. A Borda no le convenció el método de su colega Condorcet y propuso otro sistema de votación «por méritos», según él, que consiste en que cada votante le asigna un cierto número de puntos a cada candidato, según sus preferencias, y al final gana el que suma más puntos. Por ejemplo, si la votación es entre tres candidatos, cada votante le da dos votos a su favorito y uno al que tiene el segundo lugar en sus preferencia. Pero ni siquiera así se puede evitar que se den resultados paradójicos como en un Ciclo de Condorcet.
Teorema de Arrow
Podría pensarse que el problema se resuelve con un buen sistema de votación que refleje, de la forma más justa posible, el sentir de todos los votantes. ¿Existe algún sistema de votación que permita, en todas las circunstancias, tener un ganador claro e indiscutible? Por desgracia, la respuesta es un «no» categórico.
Hace ya medio siglo, Kenneth Arrow (1921), quien ganó el Nobel de Economía en 1972, demostró un famoso teorema matemático que, en esencia, dice que en toda elección en la que hay tres o más candidatos y una jerarquía de preferencias entre los votantes, ningún sistema de votación está libre de ciclos como el de Condorcet.
En las votaciones, como en los juegos, se fijan reglas más o menos arbitrarias y gana el que las aprovecha mejor.
En la práctica, esto implica que el resultado final depende sensiblemente del sistema de votación, a menos que uno de los candidatos tenga una ventaja muy marcada. Es decir, en situaciones reñidas resulta imposible cuantificar la «voluntad popular» o la «justeza» de un resultado electoral. La única excepción al Teorema de Arrow se da cuando el número de votantes se reduce a… ¡uno! Por ello, las dictaduras, si no justas, son muy eficientes: es posible cumplir sin ambigüedades los deseos del —único— votante.
En esto, las elecciones democráticas son semejantes a los juegos: se fija de antemano una serie de reglas y el ganador es aquel que mejor se desempeña con ella. Evidentemente, el resultado está condicionado por las reglas del juego. Las matemáticas nos dicen que no se puede pretender más.
A propósito: ¿Sabes de dónde viene la palabra candidato?
Un ejemplo
Para ilustrar todo lo anterior analicemos un ejemplo simple. Supongamos que se enfrentan tres candidatos —a los que llamaremos A, B y C— en una elección en la que participa un cierto número de votantes. Cada votante tiene un candidato favorito que está en el primer lugar de sus preferencias, pero acepta a otro candidato como segunda opción y está en contra de un tercero.
En estas circunstancias, es fácil clasificar los gustos electorales de los votantes por categorías; por ejemplo, si un votante le va a A, acepta a B como segunda opción y está en contra de C, diremos que pertenece a la categoría ABC. Del mismo modo, un votante que le va a B, acepta a C como segunda opción y está en contra de A, pertenece a la categoría BCA; etcétera. Como se puede comprobar fácilmente, hay seis posibles categorías que son ABC, ACB, BAC, BCA, CAB y CBA, y con las cuales se cubren todas las posibles combinaciones en los gustos electorales.
Vamos a suponer ahora que tenemos 45 votantes, cuyas preferencias se pueden representar con la siguiente tabla, en la que aparece el número de votantes en cada categoría:
ABC — 11
ACB — 7
BAC — 3
BCA — 10
CAB — 5
CBA — 9
Por ejemplo, ABC – 11, en el primer renglón, quiere decir que once votantes prefieren a A en primer lugar, a B en segundo lugar y no votarían por C.
Veamos ahora qué pasa si se realiza una elección utilizando cada uno de los sistemas mencionados más arriba —sugiero que tomes papel y lápiz para comprobarlo.
Elección directa
Cada votante vota por el candidato de su preferencia y gana el que obtiene más votos. En el ejemplo gana el candidato A con 18 votos —provenientes de las categorías ABC y ACB—, seguido de C con 14 votos —de las categorías CAB y CBA— y B con 13 votos —de las categorías BAC y BCA.
Elección con segunda vuelta
En el mismo ejemplo, ninguno de los tres candidatos obtiene la mayoría de votos en la primera vuelta —que en este caso es de 23—, por lo que se descarta a B, quien consiguió menos votos, y se repite la
votación entre A y C. En la segunda vuelta, C le gana a A por 24 votos —14 de sus propios partidarios
en las categorías CAB y CBA, y 10 de los partidarios de B que están en la categoría BCA y que votan por él— contra 21 de A —18 de sus propios partidarios y 3 de los partidarios de B en la categoría BAC.
Sistema Borda
Con el sistema propuesto por Borda cada votante dispone de tres votos: dos para su candidato favorito y uno para el de su segunda preferencia. En nuestro ejemplo resulta lo siguiente:
A tiene 18 votos de primera preferencia —categorías ABC y ACB— y 8 de segunda —categorías BAC y CAB—, por lo que obtiene (2 x 18) + 8 = 44 votos; asimismo, como es fácil comprobar, B obtiene (2 x 13) + 20 = 46 votos, y C obtiene (2 x 14) + 17 = 45 votos. Esta vez gana el candidato B.
Sistema Condorcet
Supongamos ahora que se realizan elecciones por pares. Si se enfrentan los candidatos A y B, A recibe 23 votos —18 de sus propios partidarios y 5 de los partidarios de C en la categoría CAB—, mientras que B recibe 22 votos —13 de sus partidarios y 9 de los partidarios de C en la categoría CBA—; en suma, A le gana a B por 23 votos contra 22. Del mismo modo, si se enfrentan B y C, se puede comprobar que B le gana a C por 24 votos contra 21. Finalmente, si se enfrentan C y A, C le gana a A por 24 votos contra 21. En resumen: A le gana a B, B le gana a C y C le gana a A.
En este caso se produce un Ciclo de Condorcet.
La «voluntad popular» es imposible de definir matemáticamente, ya que el resultado de una votación depende, en buena medida, del sistema convenido
La cuadratura del círculo
En nuestro sencillo ejemplo se ve claramente que el resultado depende del sistema de votación: gana el
candidato A si la votación es directa, gana C si hay una segunda vuelta, gana B con el sistema Borda y no gana ninguno con el sistema Condorcet.
Por supuesto, si uno de los candidatos tiene una muy amplia ventaja sobre los demás, puede ganar en todas las modalidades de elección. Pero, cuando la elección es reñida, la paradoja de Condorcet y el Teorema de Arrow muestran que el resultado depende básicamente del sistema de votación. En esto, las elecciones democráticas son semejantes a los juegos: se fija de antemano una serie de reglas y el ganador es aquel que mejor se desempeña con ella. Evidentemente, el resultado está condicionado por las reglas del juego. Las matemáticas nos dicen que no se puede pretender más.❧