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¡Qué falso es tu nombre!

Mientras Julieta Capuleto maldice la mala suerte de que su amado Romeo se apellide Montesco, también afirma que el nombre es lo de menos, que la esencia es lo que permanece.
Identidad

¿Existe el seudónimo? Pues sí, parece lógico, pero pregúntenle a los miles de hombres y mujeres que se han cambiado el nombre a lo largo de la historia por motivos diversos y quizá descubran que la linda frase de Julieta puede ser cuestionada. Bienvenidos así al fascinante mundo del seudónimo, palabra de raíz griega que significa «nombre falso».
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Más allá de lo divertido que resulta conocer los nombres reales de tantos y tantos famosos de la historia, el meollo de la cuestión es el mismo desde que el primer cavernícola llamado Puk, decidió cambiar su nombre por el de Suk: ¿cambia nuestra percepción y aprecio de una persona a la que conocemos por determinado mote si nos enteramos de su nombre verdadero?

«¿Qué hay en un nombre? Aquello que llamamos una rosa tendría bajo otro nombre un aroma igual de dulce». William Shakespeare, Romeo y Julieta, acto II, escena II.

La verdadera identidad tras el nombre

s30-curiosidades-2Uno de los usos primordiales del seudónimo está en el ámbito de la literatura, en el famoso nom de plume. Así,
 el siniestro mundo de 1984 y su original Big Brother fue presagiado por Eric Arthur Blair y no por George Orwell. Molière no se llamaba Molière, ni Voltaire se llamaba Voltaire. Fueron en realidad, respectivamente, Jean Baptiste Poquelin y François Marie Arouet.

Entre los cantantes de fama, prestigio y riqueza, se encuentra el controvertido —y siempre bien vestido— Elton John, quien quizá tuvo que firmar el acta de su matrimonio como Reginald Kenneth Dwight. O qué tal el siempre lúcido e inteligente Gordon Summer, alias Sting.

El siempre activo y activista Paul David Hewson se convirtió primero en Bono Vox,
y más tarde en Bono a secas. El formidable guitarrista que lo acompaña es David Howell Evans, quien se hizo llamar The Edge, o sea «el filo», —y vaya que lo tiene—. La singular cantante irlandesa Eithne Ní Bhraonáin utiliza la versión inglesa de su nombre, Enya Brennan —sin el apellido, claro, que casualmente es también el mío.

¿Creen que a Aleks Syntek ya se le haya olvidado su identidad como Alejandro Escajadillo? El cine es otra fuente inagotable de seudónimos y no sólo entre los actores y actrices, detrás de las cámaras han trabajado realizadores como Sean Aloysius O’Fearna, Allen Stewart Konigsberg y Roman Liebling, cuyas filmografías aparecen bajo los créditos de John Ford, Woody Allen y Roman Polanski, respectivamente.
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De la enorme lista de «divas» con seudónimo me vienen a la memoria Marion Robert Morrison, Anna Maria Louisa Italiano, Natalia Nikolaevna Zakharenko y Bernard Schwartz, quienes dijeron llamarse: John Wayne, Anne Bancroft, Natalie Wood y Tony Curtis. A ellas se añade el caso de Issur Danielovitch Demsky, quien se ha hecho pasar por Kirk Douglas en su larga y afamada carrera.

Hasta entre los benefactores —y numerosos malhechores— se da, por razones diversas, la tendencia al seudónimo. Bajo el hábito de la Madre Teresa de Calcuta se hallaba 
una aguerrida monja macedonio-albanesa cuyo sonoro nombre era Agnes Gonxha Bojaxhiu. No olviden que Vladimir Ilyich Ulyanov era Lenin —quien por cierto usó más de 150 seudónimos en toda su vida—, mientras que Lev Davidovich Bronstein era Trotsky. Josef Vissarionovich Dzugashvili, personaje clave en la historia de la Unión Soviética, fue mejor conocido como Stalin.

Claro que en México también hay personajes con seudónimos; entre ellos nuestro ilustre primer presidente: Guadalupe Victoria —nombre tomado de la virgen, patrona de México, y del hecho de haber alcanzado la independencia del país—, quien en realidad se llamaba José Miguel Ramón Adaucto Fernández y Félix. Más famoso es hoy el cantautor Juan Gabriel, quien, antes de tomar el micrófono y llenar estadios, era simplemente Alberto Aguilera.
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Y como no mencionar la extensa lista de seudónimos de famosos futbolistas brasileños. Parecería que es ilegal que los hábiles dribladores cariocas usen su verdadero nombre. La costumbre se ha extendido hasta la cuna del portugués, donde el temperamental y fino jugador Luis Felipe Madeira Caeiro se ahorra letras en el uniforme y es aclamado como Figo.

¿Un seudónimo para todos?

Resulta interesante ahondar en la identidad de personajes como el prestigioso matemático francés Nicolas Bourbaki, quien es en realidad una cofradía de varios científicos que inventaron el nombre para publicar y difundir sus teorías e investigaciones. Lo mismo que Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, quienes juntos escribieron varios libros de cuentos bajo el seudónimo de H. Bustos Domecq.

Y para seudónimos duraderos el del espía W. Mark Felt, conocido durante décadas como Deep Throat, responsable de la debacle de Richard Milhouse Nixon, —alias Tricky Dick—, después del escándalo Watergate.
En EE.UU, a los desconocidos, sobre todo a los cadáveres desconocidos, se les conoce genéricamente como John Doe.

En fin, detrás de estos y muchos otros seudónimos utilizados a lo largo de la historia, hay partes iguales de misterio, vanidad, provocación, pretensión, pudor estético, afán eufónico, alusiones a ancestros, a modelos a seguir, o simples ganas de complicarse la vida. La pregunta de tintes shakespearianos persiste: ¿qué hay, después de todo, en un nombre?
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