Habría que saber cómo era la capital de la Nueva España antes de que el segundo conde de Revillagigedo llegara a gobernarla. Cuentan las crónicas que, por ahí de 1789, la Ciudad de México era caótica —como en el presente— y que sus calles estaban llenas de desperdicios que formaban lomas de basura en muchas esquinas —como hoy todavía.
Fuchi, guácala
Usted podrá imaginar cómo apestaba aquello y las enfermedades que se propagaban; la ausencia de drenaje agravaba la insalubre situación. Ni qué hablar de banquetas, calles empedradas o de alumbrado público. Los indios caminaban semidesnudos por las calles, y vagos y malvivientes se reunían en lugares públicos para jugar a las cartas y terminaban casi siempre peleándose y haciendo grandes escándalos.
En estas calles aciagas y malolientes, la delincuencia rondaba sobre los ciudadanos honestos, y los crímenes sin resolver se acumulaban en los registros policiales. La Nueva España había tenido algunos virreyes muy corruptos, otros inconscientes y despilfarradores, y también —hay que decirlo— algunos que hicieron mucho bien al Virreinato, entre los que destacan José de Gálvez y el primer conde de Revillagigedo, padre del personaje del presente escrito.
Una vida modesta
Juan Vicente de Güemes Pacheco de Padilla y Horcasitas nació en La Habana, Cuba, en 1740, mientras su padre desempeñaba el cargo de capitán general de la isla. En 1746, el primer conde de Revillagigedo fue nombrado virrey de la Nueva España, por lo que se trasladó con su familia a la Ciudad de México, donde permaneció hasta 1755, cuando regresó a España, donde siguió ejerciendo diversos cargos públicos hasta su muerte.
«Basta que alguien haga algo por el solo gusto de hacerlo, y para que su gusto se convierta en gusto de los demás: en ese momento todos los espacios cambian, las alturas, las distancias, la ciudad se transfigura, se vuelve cristalina, transparente como una libélula. Pero es preciso que todo ocurra como por casualidad, sin darle demasiada importancia.»
Italo Calvino, Las ciudades invisibles
Revillagigedo recargado
Nada sabemos del niño Juan Vicente durante los primeros nueve años que vivió en la Nueva España; fueron probablemente decisivos para que ejerciera su futuro gobierno con tanta brillantez. Lo cierto es que más tarde hizo carrera militar en España, fue teniente coronel de las Guardias Españolas, y en 1789 —el mismo año en que Carlos IV fue proclamado rey de España— fue nombrado 52º virrey del Virreinato más importante del Imperio español.
El 8 de octubre llegó al puerto de Veracruz y, el 17 del mismo mes, hizo su entrada en la capital y tomó posesión de su cargo. Se dice que se negó a asistir a las fiestas que se habían organizado para recibirlo, pues prefirió mantenerse alejado de los aduladores y comenzar de inmediato a trabajar.
La primera impresión
Quiso la suerte que, seis días después de que don Juan Vicente tomara su cargo de virrey, un espantoso suceso se pusiera en boca de los capitalinos. Un conocido ciudadano, Joaquín Dongo, había sido asaltado y asesinado en su propia casa, junto a su familia y sus criados. Once cadáveres habían dejado a su paso los criminales de sangre fría. Inmediatamente, el virrey dispuso de todo un aparato de investigadores para atrapar a los culpables.
Los funcionarios no descansaron hasta tener indicios de los asesinos. Una gota de sangre encontrada en la cabeza de un individuo atrajo las pesquisas hasta el domicilio del principal sospechoso, donde fueron hallados dinero y prendas ensangrentadas; él y sus cómplices confesaron el delito y de inmediato fueron enjuiciados y condenados a la horca.
Entre los crímenes y las ejecuciones había pasado un lapso de sólo quince días. Tanta eficiencia y celeridad para resolver el caso favorecieron al nuevo virrey, quien consiguió que los ciudadanos honrados lo admiraran y los delincuentes le temieran.
Adicto al trabajo
Juan Vicente de Güemes trabajó de manera febril durante todo su gobierno: cuentan que sus escribanos casi morían de cansancio mientras él seguía dictando disposiciones, convirtió sus horas de comida en juntas de trabajo, redujo el número de días feriados, y evitó ir a fiestas para no perder tiempo en ocupaciones vanas.
Seguramente dormía poco, y no tenía esposa ni hijos que lo pudieran alejar un segundo de su labor. Eligió a los hombres más capaces para ocupar los diversos cargos del gobierno, contrató a los mejores especialistas para los trabajos arquitectónicos y científicos; tomaba las decisiones con seguridad, acierto y rapidez; no se le conoció más vicio que el trabajo ni más afición que la vigilancia de sus mandatos. Su gestión le acarreó la admiración y el respeto de la mayoría.
Y ustedes también
En el campo de la educación, creó escuelas para indígenas, puso a funcionar el Colegio de Minería con especialistas traídos de Europa, inauguró la cátedra de anatomía en el Hospital General, y la de matemáticas aplicadas a la arquitectura, en la Academia de San Carlos; fundó el Museo de Historia Natural y estableció el Jardín Botánico en el Palacio Virreinal.
Como el gran estadista que fue, renovó la Hacienda Pública con tal acierto, que recaudó impuestos con rapidez y eficiencia; parece que no aceptaba un «no» por respuesta, y los hombres más ricos de la Nueva España aportaron las grandes cantidades que solicitaba la insaciable Corona española.
Mandó hacer los planos de las poblaciones más importantes de México y ayudó a desarrollar los cultivos de algodón, caña y lino. Tras la Revolución francesa, ordenó la confiscación de todos los escritos de ese país, para no «contaminar» a la gente de la Nueva España con las ideas de independencia. Quizás lo único que no logró erradicar del todo, fueron los festejos callejeros y los tianguis.
La ciudad de los palacios
La mano férrea y casi mágica del virrey Revillagigedo logró tal transformación en la Ciudad de México, que aquellas calles sucias, peligrosas e insanas pasaron a ser, en conjunto, la «Ciudad de los Palacios». Otras ciudades novohispanas, como Veracruz, Toluca y Guadalajara, se sumaron a este modelo de ciudad.
Su labor como virrey fue impresionante, y más impresionante lo es cuando nos enteramos de que todas estas mejoras, innovaciones y reformas las realizó en sólo cuatro años, nueve meses y unos cuantos días de gobierno. ¡Menos de un sexenio!
El final
En 1795, el odio y la envidia que le tenían muchos funcionarios al incansable, eficiente y emprendedor gobernante surtió efecto en el ánimo del rey de España quien, haciendo caso a las acusaciones de corrupción y malversación de fondos que le atribuyeron, lo destituyó de su cargo y le impuso un proceso ante el Consejo de Indias.
Antes de abandonar su puesto, le dejó a su sucesor un recuento minucioso de lo que había hecho durante su gobierno y una Historia de la Real Hacienda para facilitar la administración pública.
Una vez más, el hombre triunfó. Fue absuelto y le tuvieron que pedir perdón por las falsas acusaciones. Regresó a la Madre Patria, donde fue nombrado director general de artillería. Cumplía su deber en este cargo cuando le llegó la muerte, el 12 de mayo de 1799.
Hay un archipiélago en el océano Pacífico que lleva su nombre, así como una calle del Centro Histórico de la Ciudad de México. Su enorme aportación al México moderno no ha sido suficientemente valorada, pero, si existiera el gobernante perfecto… sería muy parecido a él.