Muchas de las costumbres de higiene que ahora practicamos, se establecieron durante el porfiriato como parte de la infraestructura de la ciudad de México y del ideal de país al que aspiraba el general Díaz. He aquí una brevísima relación de cuanto los médicos sugerían para prevenir enfermedades.
«La higiene pide en nuestros tiempos […] muchos más requisitos para la salud. La vida de hoy no es la tranquilidad de otros tiempos, la vida de hoy es agitada, de ahí procede el aparecimiento [SIC] de tantas enfermedades cuyos nombres hubieran hecho sonreír a nuestros antepasados, como las neurosis y otros terribles males que encuentran remedio y cura radical en este establecimiento», aseguraba un artículo del Álbum de damas—boletín del Instituto Hygeia—, en junio de 1907.
Durante el porfiriato, la mayoría de los reportajes médicos tenían como premisa la misma idea: seguir al pie de la letra ciertas prácticas y hábitos de higiene, eran garantía para «preservar la salud y el vigor».
DEL JICARAZO AL AGUA POTABLES
En 1530, los primeros franciscanos que se instalaron en Tlatelolco no comprendían —e incluso reprobaban— que sus alumnos indígenas insistieran en bañarse a diario. Para estos religiosos el exceso de limpieza era algo «fuera de la naturaleza de los hombres» e incluso demoniaco. Tres siglos después, las costumbres higiénicas de los indígenas —narradas con asombro en varias crónicas de la Conquista— eran desconocidas para la mayoría de los gobernantes, la aristocracia y la naciente clase media de la época porfiriana. Para éstos, la insalubridad era provocada por los pobres y no por la mala planeación urbana, la corrupción administrativa o la falta de servicios básicos.
Luis E. Ruiz (1857-1914), uno de los doctores de mayor prestigio, comentaba que «[la higiene es] el arte científico de conservar la salud y aumentar el bienestar […]. Toda nación bien constituida tiene como principal interés la salud pública». Estaba convencido de que la limpieza personal era deber del individuo, la del hogar correspondía a la familia y la de la ciudad era responsabilidad de las autoridades municipales. También el entonces presidente del Consejo Superior de Salubridad, el doctor Eduardo Liceaga (1839-1920), sostenía que las medidas para «evitar caer preso de alguna enfermedad», podían reducirse al aseo y la higiene.
Desde la construcción de la Nueva España, la ciudad de México no sufrió tantos cambios como los que ocurrieron durante la presidencia de Porfirio Díaz: «el orden y la paz», además de la administración absoluta de los recursos públicos, permitieron actualizar una infraestructura urbana que llevaba siglos de retraso y sin mantenimiento. Al tiempo que se realizaban obras públicas como el sistema de desagüe —construido entre 1886 y 1900— y el drenaje —entre 1897 y 1905—, el gremio médico intentó transformar las costumbres de los ciudadanos por medio de edictos y hábitos de higiene en nombre de la salud pública.
La construcción de obras de infraestructura sanitaria para erradicar —o por lo menos disminuir— los focos de descomposición orgánica, fue central para los médicos y el Estado. Por eso, el gremio médico «sugirió» condiciones básicas de vida que iban de acuerdo con el modelo urbano que pretendía la política de Díaz. Los médicos porfiristas, al impartir estas recomendaciones, nunca tomaron en cuenta los bajos sueldos, el desempleo, la falta de viviendas económicas y todo lo que imposibilitaba una vida digna.
DE LOS MIASMAS A LA ETIOLOGÍA
Hasta principios del siglo xx persistían ideas arcaicas que intentaban encontrar el origen de las enfermedades en la pestilencia y los miasmas. A partir de la segunda mitad del siglo xix, las enfermedades se pudieron explicar a partir del descubrimiento de las bacterias. De 1876 a 1910 —tiempo que duró el porfiriato— la ciudad de México creció en espacio y población a un ritmo inusitado: de 200 000 habitantes, en 1870, pasó a 471 000 en 1910, y el «área metropolitana» creció 4.7 veces en menos de 50 años: de abarcar 8.5 kilómetros cuadrados en 1858, subió a 40.5 en 1910. Para que más del doble de la población se asentara en el Valle de México, se crearon fraccionamientos y colonias cuyo trazo no siempre fue planeado. Esto provocó desigualdades aún más profundas entre ricos y pobres, y generó dos entornos urbanos claramente diferenciados. Pero esas fronteras no existían en caso de presentarse una epidemia.Por supuesto, los servicios de drenaje, alcantarillado, agua potable y pavimentación, entre otros, no llegaron a la población al mismo ritmo que ésta crecía, a pesar que el código sanitario de 1891 establecía que ninguna casa o edificio podía construirse sin dotarla de los servicios básicos, pues la falta de éstos era la principal causa de crear sitios insalubres de los cuales podían brotar enfermedades.
EL BUEN VECINO
Entre las condiciones que estableció el gremio médico para evitar el brote de epidemias, se ponía especial énfasis en las características que debía conservar una casa para «mantener la salud individual y colectiva». Lo esencial para garantizar la higiene era la ventilación. Las habitaciones debían contar con un mínimo de: 30 metros cúbicos por persona y la altura de los techos no debía ser inferior a los 3.75 metros. También se debía procurar buena iluminación, pues «la luz solar mata al bacilo del cólera, la fiebre tifoidea y la tuberculosis». Partían de la base de que enfermedades como el catarro, la laringitis, el croup y la bronquitis, aparecían con más frecuencia en quienes vivían en casas o habitaciones húmedas. Por ello se sugería cubrir techos, muros y pisos con algún aceite impermeable, como el barniz de aceite que se usaba en los hospitales.
Estas recomendaciones eran casi irrealizables en una ciudad que, de acuerdo con el censo de 1910, 50% de las casas estaban registradas como «chozas»: cuartos y habitaciones tenían pisos de tierra y sin divisiones internas, sin contar con la aglomeración de personas en espacios reducidos y mal ventilados. Por lo mismo, muchas casas y vecindades carecían de cuartos de baño como los que estipulaban los médicos. Otras indicaciones también contemplaban cómo debían almacenarse los alimentos, en especial los productos lácteos y la carne, así como prohibir que en los patios o al interior de las habitaciones, se tuvieran aves de corral, cerdos o borregos, pues se había probado que la convivencia con los animales aumentaba la posibilidad de contraer ciertas afecciones. Esto molestó a muchos pobladores de la ciudad, pues, como muchos provenían de ámbitos rurales, tenían por costumbre criar animales de granja.
Para el doctor Domínguez y Pastor, una habitación de 45 metros cuadrados podía alojar en sus paredes cerca de un millón de microorganismos. Por tanto, sugería que las paredes estuvieran libres de relieves y adornos —como era la moda en las casas de la ahora colonia Roma— y se evitara usar cortinas pesadas, muros tapizados, alfombras y demás depósitos de polvo. Pero las familias más favorecidas desoían esas indicaciones y justo así decoraban sus casas.
DE LA HIDROTERAPIA AL BAÑO VAQUERO
En las casas de la actual colonia Santa María, se instalaron los primeros cuartos de baño, equipados con tinas de hierro fundido y esmaltado, y lavabos de porcelana —importados de Bélgica o de Inglaterra—. Si no se tenía el capital para instalar uno, la opción económica consistía en usar una «tina plegada», invento de la compañía Gerber-Carlisle y, cuyo costo de 25 pesos, resolvía «el problema de tener baño propio».
Como respuesta a la creciente demanda de los hábitos de higiene, aparecieron los baños públicos —de los que ya existían 48 a principios del siglo XX— y entre los que se encontraban los de El Harem, San Felipe de Jesús, San Agustín y El Factor. En estos sitios, y de acuerdo con su categoría, los precios de un baño oscilaban entre 25 y 50 centavos, hasta un peso con 50 centavos. Algunas «salas de baño» de primera clase, contaban con amplios y bellos jardines, mesas de billar y salones separados para hombres y mujeres. También existían los baños públicos gratuitos: en estos lugares no se podía tomar un baño de cuerpo entero, a cambio, se tenía acceso a «agua, jabón y toalla para salir limpios de cara y manos».
La preocupación por la higiene y, con ella, del cuerpo, se contrapuso a las prácticas y costumbres que profesaba la Iglesia católica en aquella época, que proscribía mirar o tocar el propio cuerpo desnudo, pues era un pecado que ofendía al mismísimo creador: «Cuando te tocas tus partes pudendas, haces llorar al Niño Dios». De ahí que el uso del bidet —también llamado «caballito» y del que se habla a detalle en esta misma edición— no prosperara en nuestros hábitos de limpieza.
EL JABÓN COMO PANACEA
Estos códigos de limpieza también indicaban cómo se debía vestir: con qué tipo de telas o pieles de acuerdo con el clima —e incluso ciertas reglas de comportamiento para caminar, comer, dormir y tener relaciones sexuales—. A su vez, esto generó un comercio de la salud que sigue vivo en los llamados «productos milagro» que prometen casi cambiarlo a uno por otra persona, a cambio del mínimo esfuerzo y, eso sí, por un gasto considerable y frecuente.
La insistencia sobre las virtudes y los beneficios de la limpieza, fue abrumadora, al grado que se convirtió en una de las prioridades del régimen porfirista y también motivo de burla para periodistas y escritores, como lo indica este artículo publicado en El Imparcial, en 1897: «Si se trepa uno al monte, malo; si se mete al sótano, peor; si come, traga muerte; si bebe, se humedece con enfermedad; si respira, se sorbe una colonia; si da la mano, se le pega la familia menuda del otro; si se viste, no hace sino proporcionar escondites al enemigo; si anda en cueros, cada poro es una puerta cochera de la infección».
Atila C. Bassurto es un obsesivo de la limpieza, pues a su edad y con sus achaques, no deja de pensar en que —según le dijo su amigo el Dr. Ian Q. Carrington— existen más de 3 000 trillones de seres vivos en el planeta, de los cuales 75% son bacterias. Y con unas cuantas basta para sacarlo de circulación; o peor aún, de sus casillas.