Lo recuerdo como si hubiera sido ayer. En la terrible oscuridad de la habitación sólo se alcanzaba a perfilar en su rostro un decepción más grande que la que he visto en mis padres desde que elegí la carrera de abogado.
—¿Eso fue todo? —me dijo a media voz, con humillante énfasis. No pude reunir las fuerzas para responder, parte por la vergüenza y parte por el mediocre orgasmo que no tuvo ni la decencia de anunciar su llegada a los 20 segundos de iniciada la «acción».
No importó que en ese lapso me dedicara a hacer operaciones matemáticas o a recitar de memoria Edipo Rey; aquella noche me convertí en parte de ese 30% de los varones —lo digan o no— que sufren —o que gozan efímeramente— de eyaculación precoz.
Y sólo lo confieso porque lo precoz no quita lo valiente —aunque sí, en este caso, lo caliente— y porque, a pesar
de ser la más común —duele decir— disfunción sexual, menos hombres acuden a consulta médica por ella que por la disfunción eréctil. No entiendo bien la causa.
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