El siglo XIX vio nacer, entre muchos otros, un curioso fenómeno musical: el surgimiento de un ejecutante todopoderoso y con el potencial de alcanzar el estatus de superestrella que, sin embargo, no tocaba ningún instrumento ni cantaba, sino que se limitaba a permanecer de pie sobre un podio, moviendo las manos o blandiendo un pequeño bastón —refinado con el tiempo a la más ligera batuta—. Me refiero, desde luego, al director de orquesta Arturo Toscanini.
Sin duda, uno de los nombres que más contribuyó a la mitificación de esta figura fue el italiano Arturo Toscanini, quien falleció un 16 de enero, pero de 1957, a punto de cumplir noventa años. Su larga y fructífera carrera le permitió abrevar de la tradición romántica decimonónica y de algunas vanguardias del siglo XX, luchar contra el fascismo y oponerse a los experimentos musicales más radicales e incluso llegar a incursionar y convertirse en pionero de las transmisiones radiofónicas, las grabaciones discográficas y los programas de televisión.
Nacido en 1867, de humildes orígenes parmesanos, fue violonchelista en distintos teatros de ópera y orquestas regionales hasta que, fortuitamente, hubo de reemplazar de última hora a un director ausente, pues era el único de entre los músicos que se sabía de memoria la partitura completa. Gracias a su perfeccionismo implacable, disciplina de trabajo incansable, memoria privilegiada y, sobre todo, enorme respeto por la partitura y reverencia ante el compositor, se volvió, a partir de entonces, un cotizado y afamado director, avisado lo mismo en el repertorio sinfónico que operístico, germánico que mediterráneo —algo rara vez igualado—.
Presidió sobre notables estrenos, en estrecha colaboración con los compositores (es el caso de La Bohème y Turandotde Puccini, Pagliacci de Leoncavallo o el Adagio para cuerdas de Barber); estuvo al frente de las orquestas del Teatro alla Scala de Milán, la Metropolitan Opera de Nueva York, la Filarmónica de Nueva York y la NBC Symphony Orquestra —creada ex professo para él, luego de exiliarse de la Italia fascista en Estados Unidos—; mientras que su participación en los festivales de Salzburgo, Bayreuth y Lucerna alcanzó alturas legendarias.
Pese a la merma de su fama tras su muerte y a las críticas formuladas en torno a su rigidez rítmica, tempi desenfrenados o sequedad de texturas; su desdén por obras más vanguardistas; la mala calidad de sus grabaciones; o, especialmente, sus tiránicos modos de dirección… su influencia es indiscutible, en tanto socio y mentor de grandes solistas (Enrico Caruso, Fiódor Chaliapin, Vladimir Horowitz, Jascha Heifetz…), pionero de la difusión y pedagogía musicales ante nuevos y masivos públicos, promotor del profesionalismo orquestal y la técnica rigurosa de los ejecutantes, defensor de la democracia y los derechos humanos frente a las dictaduras y puente entre Brahms y Sibelius, Verdi y Shostakovich, entre los teatros provinciales iluminados con velas y las audiencias televisivas, entre dos siglos de música «clásica».