Según la más oficial de las historias, los bárbaros fueron poco menos que unos animalazos que, habiendo sido mantenidos a raya por los limpios, civilizados y «bondadosos» romanos durante siglos, un mal día finalmente franquearon el Limes del Imperio y con sus sucias y sanguinarias manos arrasaron la belleza y el esplendor de Roma.
La luz y la razón de la civilización fueron destruidas por los toscos bárbaros; Europa se sumergió en diez siglos de oscurantismo, y fue hasta el Renacimiento que el saber y el arte grecolatinos se sacudieron las cenizas de los incendios y el saqueo, y se retomaron el humanismo y los ideales clásicos… Al menos esto es lo que nos han dicho. Quizá convenga ver el asunto desde otro punto de vista.
Bar, bar, bar…
Lo primero que hay que aclarar es que el concepto de «los pueblos bárbaros» no se refiere a un grupo humano homogéneo y organizado, sino que comprende a diversos pueblos que vivieron a lo largo de varios siglos en las márgenes de la civilización grecolatina y que, alrededor del siglo iv, iniciaron una serie de movimientos migratorios y bélicos que culminaron con la caída del Imperio Romano de Occidente, por ahí del año 476.
Desde el punto de vista etimológico, bárbaro deriva del griego ′βaρβaρος /bárbaros/, un vocablo onomatopéyico que alude a los lenguajes «ininteligibles» que hablaban los pueblos fuera de la Hélade y que, para los refinados oídos griegos, sonaban simplemente como «bar-bar-bar».
Originalmente, los griegos usaban bárbaro simplemente para designar a los extranjeros; más tarde, el vocablo tuvo una connotación peyorativa y estereotípica: el bárbaro era como un niño o un salvaje que no podía hablar ni razonar debidamente, cobarde, cruel, inculto, tosco, brutal e incapaz de controlar sus apetitos y pasiones. Para dar un ejemplo de esta idea, basta citar a Plinio «El Viejo», quien, en su Historia natural, afirma que los habitantes de algunas islas del Mediterráneo y de las zonas más remotas de África «se comunican sólo por silbidos […], carecen de cabeza y tienen los ojos y la boca en el pecho…».
En nuestra habla, bárbaro es lo opuesto a la civilización —como el «barbarazo» de la canción, que no sólo gozó de los favores de la mujer de su amigo en su propia cama, sino que encima usó su rastrillo y su desodorante, dañó la radio y el televisor, y acabó ¡hasta con el queso!
¿Quiénes eran los bárbaros? La mayor parte de los pueblos así llamados eran de origen germano o escandinavo; entre ellos se encontraban los godos, que se dividían en ostrogodos —o «godos del este»—, cuyo dominio se extendía del Mar Negro al Báltico, y visigodos —«pueblo valiente»—, que emigraron de sus terruños en el centro de Europa Oriental al sur del Danubio, se adentraron en los Balcanes, penetraron en Italia y se asentaron en el sur de la Galia y en Hispania; los burgundios, establecidos en las fronteras del Imperio Romano, cuya influencia abarcaba desde la orilla occidental del Rhin hasta los valles del Ródano y el Saona; los francos, procedentes del norte del río Rhin, que invadieron las tierras romanas de la Galia, y los vándalos, alanos y suevos, que ocupaban el territorio comprendido entre los ríos Danubio, Rhin y Elba, en el centro de Europa, y que, asolados por las invasiones hunas, abandonaron sus territorios y se desplazaron hacia el sur.
Otros bárbaros fueron los anglos y sajones, pueblos germánicos originarios del territorio que sería conocido como Schleswig, en Alemania, y de la costa de Frisia y Jutlandia, que invadieron y colonizaron Inglaterra, y los hunos —procedentes de las estepas al norte del Mar Negro y conocidos por su ferocidad en el combate—, quienes dominaron el sudeste y centro de Europa, y empujaron a los pueblos germanos hacia el interior del Imperio Romano, lo que precipitó las grandes invasiones bárbaras del siglo V.
¡Ahí vienen!
Antes de que ocurrieran las grandes invasiones del siglo V, Roma ya había entrado en contacto con estos pueblos. Las primeras incursiones tuvieron lugar en el reinado de Marco Aurelio; a mediados del siglo III, se produjeron nuevas invasiones, favorecidas por la anarquía militar, pero el aplastante poderío del Bajo Imperio permitió contener por unos años las invasiones; simultáneamente, muchos pueblos bárbaros fueron asimilados por el Imperio en calidad de «federados» —o foederati.
Hacia finales del siglo IV, se produjo una nueva oleada de invasiones de pueblos desplazados por los belicosos hunos, que habían atravesado la llanura rusa y destrozado el imperio alano, forzando a los ostrogodos a disgregarse; además, en su avance amenazaron a los visigodos, quienes se refugiaron en el interior del Imperio Romano, atravesando el Danubio con la venia del emperador Valente, pero en seguida rompieron con él y lo derrotaron en Adrianópolis, lo que marcó el inicio del desmoronamiento del Imperio.
Aunque Teodosio logró alinear a los visigodos como foederati, a su muerte éstos reanudaron sus incursiones bajo el mando de Alarico: devastaron Grecia, se dirigieron a Italia y sitiaron y asaltaron Roma en el 410. Por esos mismos años, vándalos, suevos y alanos atravesaron el Rhin, devastaron las Galias y llegaron a Hispania, donde permanecieron hasta la llegada de los visigodos, en el año 415.
En 429, los vándalos ocuparon el norte de África, los francos se aliaron con los romanos y los burgundios se establecieron en Sabodia. La caravana de terror de los hunos, encabezada por Atila, «el azote de Dios», reanudó su avance, dirigiéndose primero hacia el Imperio Romano de Oriente, que se les hizo tributario, pero la irregularidad de los pagos dio a Atila el pretexto para atacar a los bizantinos y devastar los Balcanes; hacia 450, los hunos se encaminaron al Imperio de Occidente y llegaron hasta las Galias, pero fueron vencidos en los Campos Catalúnicos por una alianza de romanos y visigodos. En 476, fue derrocado el último emperador romano, Rómulo Augusto, por Odoacro, el cacique de la tribu germánica de los hérulos, y con ello desapareció todo vestigio de autoridad imperial…
Ni tan bárbaros
En 2006, el actor —y ex Monty Pyhton— Terry Jones auspició un libro llamado Terry Jones’ Barbarians, que, tomando como base las más recientes investigaciones históricas y arqueológicas sobre estos pueblos, sostiene una tesis muy distinta a la «historia oficial».
Según se afirma en el libro, lo que distinguió al Imperio Romano del resto de sus contemporáneos no fue su arte, ciencia, filosofía o adhesión a las leyes, sino el hecho de que tuvieron un ejército profesional. En su tiempo, las sociedades «normales» estaban formadas por granjeros, cazadores, artesanos y comerciantes que, cuando necesitaban entrar en combate, confiaban más en actos heroicos individuales que en el entrenamiento estandarizado o en la tecnología de las armas. Vistas desde los ojos del pueblo romano, que contaba con soldados para pelear por ellos, estas sociedades fácilmente podrían pasar por salvajes.
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