No están para saberlo, ni yo para contarlo, pero lo haré. Fumar: ese horrible vicio prohibido que te mata, esa asquerosa adicción que provoca morbilidad. Causante de cáncer y de enfisema, cada vez tiene más prohibiciones y regulaciones, ha matado a millones de seres humanos y que ahora los jóvenes —y no tan jóvenes— ven como algo terrible, fue, en su tiempo, algo muuuy cool.
Antes de que el médico Franz H. Müller hiciera los primeros estudios que demostraban la relación entre el cáncer de pulmón y el consumo de tabaco; y de que el Estado Nazi acuñara el término passivrauchen —fumador pasivo.
Antes también de que empezara la prohibición de fumar en lugares cerrados, en los edificios y en los restaurantes, e incluso en ciudades y países enteros como Bután; antes de la llegada del siglo XXI, fumar cigarrillos no era solamente una actividad común y corriente, un hábito normal, recurrente, esperado, aceptado y cotidiano, sino que era una actividad que podía reconstituir la dignidad de cualquiera. Una actividad que no sólo era bien vista sino deseable, elegante, refinada, interesante, atractiva y más aún, snob.
Algo más atrás
En efecto, desde el arribo de Colón a la isla de Cuba llegaron a Europa los primeros datos y descripciones sobre el descubrimiento del tabaco y de su uso o la forma de fumarlo. Fue Rodrigo de Xerez quien lo llevó al Viejo Continente, y fue también el primer fumador europeo, así como la primera víctima del tabaco, ya que —cuenta la historia— fue sorprendido por su esposa fumando encerrado en un gabinete; ella lo acusó de «echar el demonio por boca y narices» y por ello fue encarcelado por la Santa Inquisición.
Décadas después, en 1560, Jean Nicot —mismo que le dio el nombre a la nicotina— curaría milagrosamente a un paje de la reina afligido de varias úlceras aplicando sobre ellas hojas de tabaco. Durante este siglo surgieron los primeros cultivos experimentales de tabaco, así como pequeños negocios clandestinos, litigios en municipios con los comerciantes que molían tabaco, algunos ejemplares de la planta en jardines botánicos y suministro incipiente en las boticas y droguerías, siempre con fines medicinales.
Durante los años 50 los anuncios de cigarrillos —cigarros para los mexicanos— empezaron a poblar las páginas de las revistas, el cine, la tele, las calles, siempre con una idea alentadora, aspiracional y cool del tabaco. Había anuncios de cigarros cuyo vocero era un médico, que decían: «Miles de médicos fuman y recomiendan fumar Chesterfield por ser suave para la garganta». También había anuncios con vaqueros que prometían hombría y valentía, con chicas en paños menores que ofrecían sensualidad, anuncios con bebés que decían: «Antes de cargarme mami, por fa enciende y disfruta tu Marlboro». Anuncios de Pall Mall que afirmaban: «El aroma a hombre que encanta a las mujeres», y otros que prometían bajar de peso: «Para mantenerse delgada, nadie lo puede negar: Lucky Strike, llégale a un Lucky, en lugar de comerte un dulce». Así como anuncios de encendedores Zippo donde los niños se lo regalaban a sus papás junto con una cajetilla de cigarros.
Los adultos nos encargaban a los niños ir a comprar cigarros e incluso se enojaban —en mi caso— si se nos olvidaba qué marca fumaba cada tío: «¿Por qué le trajiste Commander a la tía Silvia? ¿No ves que fuma Raleigh con filtro?».
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