A finales del siglo XVIII y principios del XIX, el arte vivió la transición de los preceptos neoclásicos a los del Romanticismo; la visión de la Antigüedad y el Renacimiento, los grandes temas, la mitología, y la exaltación de valores universales del Clasicismo perdieron vigencia y cedieron su paso a la exaltación emocional y al individuo y su espíritu como tema central.
Es justo en este periodo que el hijo de un barbero y nieto de un carnicero, Joseph Mallord William Turner, desarrolla su obra pictórica que va de la representación perfecta a la interpretación perfecta, de ,la reproducción de lo visto a la expresión de lo vivido, del paisaje a lo sublime.
El hombre tras el pincel
Turner nació en Londres en 1775. A los 14 años se perfilaba ya como un superdotado, había logrado ser admitido en la Royal Academy y un año más tarde expuso una de sus acuarelas.
A los 23 años fue nombrado académico, lo que le significó una modesta fortuna y, sobre todo, libertad tanto para desarrollar su obra según sus intereses como para viajar e impartir su cátedra —que fue un desastre porque el maestro era disléxico; la clase de perspectiva resultó ininteligible y hubo de cancelarse por haber perdido a todos sus alumnos.
Además, Turner nunca se casó, pero tuvo dos hijas naturales. Su padre permaneció con él, fue su única familia y ayuda en el taller hasta su muerte en 1825.
El académico solitario no tuvo entonces más que una misión: su arte, y a pesar de haber gozado de renombre desde el inicio de su carrera, su popularidad decayó y su trabajo causó polémica.
Su obra, cuya inerpretación cósmica del mundo no tiene nada que ver con el realismo, se adelantó a su época, fue rechazada por críticos y público en general, pero influyó poderosamente en el Impresionismo y en todo el arte abstracto del siglo XX. Incluso, puede considerarse como las primeras piezas del arte abstracto en la historia de la pintura.
Filosofía de lo sublime
La vida de Turner transcurrió a la par del Romanticismo, que se pronunciaba en contra de las anquilosadas reglas del arte de entonces.
Si bien en un principio sus paisajes se apegaban de forma realista y naturalista a lo retratado, muy pronto empezaron a ser meras impresiones de la realidad.
Su estilo se aleja del resto de sus contemporáneos hasta perder toda semejanza con Constable, Menzel, Blechen, Caspar Friedrich y Corot, entre muchos otros paisajistas, por no mencionar la total lejanía temática con pintores como Delacroix y Otto Runge.
Esto ocurrió porque muy temprano en la vida de Turner cayó en sus manos Los placeres de la imaginación, un ensayo escrito por Joseph Addison, en el que éste describe el sentimiento surgido y la experiencia vivida al conocer los Alpes; el paisaje le había inspirado una emoción muy positiva por su majestuosidad y grandeza, pero también había experimentado un sentimiento negativo, un terror al verse empequeñecido e indefenso junto a las escarpadas y nevadas montañas; había sentido miedo ante el peligro inminente. De esta experiencia estableció la “filosofía de lo sublime” que define como una paradójica fuerza de atracción/repulsión, es decir el agradable horror:
«Las extensas e ilimitadas vistas son tan agradables a la imaginación como al entendimiento son las especulaciones de la eternidad y del infinito».
Vosotras, las brumas y nieblas, […] que el sol pinta de oro vuestros aborregados bordes, vosotras, levantaos en honor del gran Autor del mundo.
John Milton
De la teoría a la práctica
El maestro de inmediato supo que ése era su camino y que había dos acciones fundamentales para lograrlo: la primera, conocer los paisajes, verlos, sentirlos y vivirlos, enfrentarse a todo ese mundo de sensaciones descritas por Kant en Lo bello y lo sublime:
«La vista de una montaña cuyas cimas nevadas se alzan sobre las nubes, la descripción de una tempestad furiosa producen agrado, pero unido a terror […]
Para que aquella impresión ocurra en nosotros con fuerza apropiada,
debemos tener un sentimiento de lo sublime […] éste nos conmueve, nos estremece.
Lo sublime es grande y sencillo a la vez, es desbordamiento, una soledad
profunda de naturaleza terrorífica, pero en algunos casos, un asombro tranquilo. Las cualidades sublimes infunden respeto».
De esta manera, Turner se volvió un viajero incansable, visitó casi toda Inglaterra, Gales, Escocia, Francia, Italia, Alemania, Austria y Hungría.
La segunda acción fue la empresa más difícil: encontrar el camino que lo llevara de representar a expresar, es decir, tenía que dejar su bagaje figurativo, que en un principio le había provisto de todos los elementos
románticos, pero que ahora limitaba el resultado: ante un paisaje detallado y definido, el público queda como simple espectador de la escena.
En contraposición, le parecía que en la literatura los autores disponían
de estructuras y palabras que dotaban de mayor profundidad y expresividad a sus obras. En busca de transmitir las sensaciones, Turner decidió exponer sus cuadros acompañados por poemas igualmente sublimes. Para tal efecto eligió unas líneas del Paraíso perdido, de John Milton, que invocan a las brumas a levantarse para ser coloreadas por el sol; de esta manera se da cuenta de que un cuadro cuya sublimidad sea capaz de competir con la técnica natural del Sol, no resulta de la copia de un amanecer, ni de la ilustración de unos versos.
Cada vez se acercaba más a lo que buscaba, y su dominio técnico de la acuarela y del óleo le sirvieron para manipular el color. En su obra no hay plastas, no hay opacidad, no hay volumen; lo que hay son capas y capas de veladuras y transparencias que provocan la integración de los matices ricos en iluminación y texturas. Cada cuadro lo estructura a partir de un contraste específico de tonos, y al darles una amplia autonomía, separándolos de las condiciones de los objetos, el color se convierte en un medio para expresar la lucha de las fuerzas elementales del Universo, que se presentan como luz y oscuridad o vientos, tormentas y
nevadas.
El instante que decide retratar se vuelve fundamental para la granfílocuencia de la pieza; elige, entonces ese momento que une el presente con el futuro: una lumosidad vaporesa, el claroscuro que se funde lenta y progresivamente, los colores y las direcciones compositivas, más la delíberada ausencia de objetos definidos, todo aquello que nos presenta contienen la clave para descifrar lo que ha sucedido y lo que sucederá.
Al respecto, el propio William le comentó una vez a John Ruskin —poeta, crítico de arte y amigo personal—: «Yo no pinto lo que conozco, pinto lo que veo».
A más distancia, más misterio
Al pretender que el espectador reaccione en su carne y sienta en su espíritu, Turner recarga a su obra de un simbolismo poderoso: ¿por qué deleitarse con el horror que produce una gran masa de nieve que en cuestión de segundos cubrirá a unos paseantes que intentan escapar a todo correr? ¿Qué significa que Aníbal y su ejército cruzan los Alpes sean sorprendidos por su tempestad: un destino fatal para todos? ¿Por qué en Paz?.
Funerales en el mar, el barco es una pesada mancha, extrañamente bien definida, mientras que su reflejo se desborda hacia el espectador? ¿Acaso nos quiere hacer sentir lo próximos que estamos todos de la muerte?
En 1842, nueve años antes de su deceso en 1851, y casi retirado, el maestro se hizo atar a uno de los mástiles de un barco para experimentar una tormenta en altamar.
Estaba convencido de que sólo al estar en el centro de la turbulencia, podría reflejar lo que se vería en el más estricto apego a la realidad.
El resultado fue una de las obras de arte más maravillosas que existen: Tormenta de nieve.
No hay más que contemplarla para sentirse sucumbir en medio de ese remolino de olas y nieve que va a volcar el barco al siguiente momento; se siente uno sobrecogido por la fuerza de la tormenta, por la impotencia y la insignificancia de la embarcación y de uno mismo, se siente asombrado y enmudecido, deleitado por la factura del cuadro, las lágrimas afloran a los ojos, y en ese instante uno entiende lo que es exactamente la paradoja entre lo bello y lo sublime.