Sustantivo femenino. Una de las creaciones humanas que mejor plasma el deseo de alcanzar la gloria, el vínculo con Dios y la cima del orden espiritual es la catedral, edificación que tiene su antecedente en las primeras basílicas cristianas.
Así como los monasterios comenzaron a edificarse en el periodo románico —aunque hasta el siglo XVII se construyeron grandes catedrales románicas—, las catedrales se erigieron como amas y señoras del estilo gótico.
La palabra catedral proviene del latín cathedra, y éste, del griego καθέδρα, «asiento», y se refiere a la silla del obispo o del arzobispo. En su origen, el término se empleó como adjetivo de la expresión iglesia catedral, para denominar al templo como sede de la diócesis; es decir, del sitio donde el obispo tiene su cátedra —o su asiento— y esta voz, a su vez, derivó en cadera, la parte del cuerpo donde nos sentamos. De ahí que el catedrático sea quien ocupe el lugar principal ante sus alumnos.
En el mundo occidental, la grafía del vocablo catedral cambia poco, pues en francés se escribe cathédrale, en inglés y en portugués es cathedral, en alemán kathedrale y en italiano cattedrale. La primera iglesia que fue distinguida con el nombre de catedral fue la de San Marcos, en Venecia, en el siglo IX.
La catedral adopta la forma propia de la basílica romana, inspirada en la cruz cristiana: una nave central y dos naves laterales que forman los brazos de la cruz y el ábside, que es donde se aloja el coro. Algunas de las catedrales famosas del estilo románico son Santiago de Compostela y Salamanca, en España; Pisa, en Italia, y Worms, en Alemania. Entre las más renombradas de estilo gótico están Chartres y Reims, en Francia; Milán y Florencia en Italia; York y Durham, en Inglaterra, y Toledo, Burgos, León y Sevilla, en España. En México podemos admirar —entre otras joyas de la arquitectura religiosa— la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México, que reúne varios estilos del barroco al neoclásico.
La que quizá es la catedral más célebre tiene su asiento en París donde, en 1163, el obispo Maurice de Sully puso la primera piedra de Notre Dame y echó a andar un sinfín de episodios ficticios y reales. Entre los primeros está la novela de Víctor Hugo, Nuestra Señora de París, en la que el jorobado Quasimodo cumple su destino trágico abrazado no sólo al cuerpo inerte de la gitana Esmeralda, sino también a la imagen de la catedral. Hay un hecho que enlaza esa catedral con la historia de México: el 11 de febrero de 1931, una célebre mujer mexicana —escritora y promotora cultural— ingresó a Notre Dame al mediodía y, de rodillas frente a la imagen de Cristo, sacó una pistola de su bolsa y se disparó en el corazón. María Antonieta Rivas Mercado hizo que en ese templo legendario la tragedia y el arte se fundieran por un instante.