El saludo es una forma de cortesía que se conserva incluso en casos extremos, como el de los gladiadores. El deseo tácito que encierra todo saludo en la antigua Roma se centra en el bienestar y la salud –nótese la relación etimológica: salud-saludo.
“¡Ave!” es la forma imperativa del verbo (H) aveo, cuyo significado es “¡consérvate!” o “¡pásala bien!”; “¡salve!” se refiere a la salud y podría traducirse como: ¡”ten salud!” o “¡consérvate sano!”. Cómo fórmula de salud, ambas equivaldrían al ya poco usado: “¡que Dios te conserve!” o, en un sentido más coloquial, a nuestro “!buenos días!”, “¡hola!”, “¡adiós!”. etcétera.
En las calles de la ciudad de Roma también podría oírse decir a los romanos: «Vale!», forma imperativa del verbo valeo, cuyo significado básico es ser vigoroso, estar fuerte y que, como saludo, también resalta el sentido de tener o conservar la salud, lo que puede apreciarse en la frase con la que se cerraban las cartas: «cura ut valeas»: «procura estar bien».
En una región muy cercana a Roma hallamos a los griegos exclamando χαιρε /xaire/ ante un encuentro.
Si los romanos invocaban el bienestar en general, los griegos incitaban a su interlocutor a la salud del ánimo con ese «¡alégrate!», que lo mismo les servía de saludo que de despedida; la alegría como una actitud y una bienvenida a la vida.
Herederos de nuestros antecesores grecolatinos, conservamos en el
español de México el deseo de un bienestar continuo que expresamos según
sea la hora de nuestro encuentro: «¡Buenos días/tardes/ noches!», como suponiendo un arcaico «…tenga usted». El saludo se contrae, por economía de la lengua —¡hasta en eso hay que ahorrar!— y nos limitamos a un «Buenas».
En tiempos recientes se ha empezado a utilizar la forma en singular: «Buen día», que resalta la vigencia efímera del saludo. Ambas formas son correctas, pues, si bien el saludo es para cada día, el deseo puede prolongarse por los días que vendrán; de ahí su también adecuado uso en plural.
Pero es indudable que nuestro saludo más popular es la interjección de origen árabe «¡Hola!», de wa-llah, que significa «¡por Dios!» y que denotaba una sorpresa grata o desagradable.
Éste ha centrado su uso como saludo familiar para todo momento y expresa generalmente el agrado que sentimos al ver a alguien.
Después del gusto, la educación: el cortés y retórico «¿cómo estás?», una pregunta que no siempre espera respuesta… y, si ésta llega, se prefiere que sea positiva, ya que lo opuesto nos incomoda o desconcierta. Y una fórmula más de saludo es «¿Qué tal?», frase que sobrentiende el ya innecesario «…te va», porque todos lo entendemos.
Para despedirnos decimos «¡Hasta luego!» o «¡Hasta pronto!», aunque lo más probable es que tardemos semanas, meses o incluso años en volver a vernos.
Y la más común de nuestras despedidas, ese «¡Adiós!» que nos suena a algo eterno, a un «¡Hasta nunca!», que en ocasiones veladamente proferimos contra ciertas indeseables personas, pero cuyo origen nos indica algo distinto. Adiós es la abreviatura de «a Dios te encomiendo…», reminiscencia del antiguo deseo salutatorio de bienestar y conservación. ¡Vaya sorpresa etimológica!
¡Saluda! Saluda cuando llegues, es signo de buena educación.» Así nos
aconsejaban nuestros padres y así lo hacemos ahora con nuestros hijos. En esa sencilla fórmula de cortesía reflejamos no sólo ante quién estamos, sino el grado de confianza que nos une a esa persona, e incluso la hora del día que es.
Cotidiano, fresco como cada día o antigua herencia milenaria, el saludo es el picaporte que abre un encuentro, el broche de una conversación y en él, a veces sin saberlo, estamos expresando un tradicional e inconsciente deseo. Cada lengua encierra en estas fórmulas algo de su historia, del camino que le ha tocado recorrer, de los pueblos con los que ha tenido contacto, de cómo son y cómo piensan sus hablantes. Por eso: «dime cómo saludas y te diré quién y cómo eres».