Nadie duda que la mejor manera de pasar las vacaciones es en un viaje. Pero hay de viajes a viajes: los que viven en la Ciudad de México podrían, por ejemplo, tomar un avión a Veracruz para de ahí embarcarse en un crucero de cinco días al Caribe y viajar en la comodidad de un camarote, con excelente comida, albercas, clases de baile, incursiones de shopping, casino y espectáculos… pero esto en nada se parece a la forma de viajar de hace 175 años.
Para darnos una idea sobre cómo eran estas travesías, contamos con las reseñas escritas en 1839 por Madame Calderón de la Barca cuando vino a residir a México. De nacionalidad escocesa, esta señora acompañó a su esposo, Ángel Calderón de la Barca, Ministro Plenipotenciario de España en México, una vez que nuestro país obtuvo el reconocimiento español como nación independiente.
De Cuba a México
El trayecto hacia Veracruz inició en La Habana, a bordo de un barco de guerra impulsado por velas. Los primeros diez días hubo buen clima pero, debido al poco viento, apenas avanzaron. A pesar del mar tranquilo, no cesaba la molestia de los constantes balanceos, a tal grado que «dan ganas de tirarse por la borda para descansar de una vez. Todo se ha roto o se está rompiendo. Hasta los cañones vomitan las balas que se salen por su propio peso».
A diferencia de los cruceros actuales, en aquel entonces las diversiones durante la travesía consistían simplemente en contemplar el mar, pasear por la cubierta o leer, armados con una naranjada —sin hielo— y un abanico para contrarrestar la fuerza del calor. En los días de pesca observaban cómo los peces se precipitaban al cebo y no les faltó la aventura del tiburón que se acercó a comerse a sus presas. Después de la cena —que se servía a las 5 de la tarde—, antes de irse a dormir se entretenían un rato escuchando a un joven que contaba cuentos.
Cuando al fin estuvieron lo suficientemente cerca del puerto de Veracruz como para verlo en el horizonte, enmarcado por el Pico de Orizaba y el Cofre de Perote, fueron recibidos por los «nortes» típicos de esta región, los cuales, a pesar de ser «chocolateros», empujaron amenazadoras nubes negras cargadas de lluvia y embravecieron el mar. El consecuente zarandeo del barco era tal que parecía estar «poseído por el demonio» y todos los pasajeros se asustaron cuando una de las velas se rasgó «como si estuviera hecha de papel».
La primera noche de norte, los Calderón de la Barca se acostaron en las hamacas del camarote del capitán —quien les había cedido su espacio— para no caerse de las literas, pero de todos modos salieron disparados contra las paredes por la intensidad del movimiento. Durante las noches siguientes, aunque dormían en el suelo, los bandazos de la nave los hacían rodar de un lado al otro y golpearse contra los muebles.
A pesar de estar tan cerca del puerto, tuvieron que soportar las tormentas durante dos semanas sin poder atracar y en ocasiones el mal tiempo los alejaba tanto que perdían de vista el anhelado puerto. Cuando por fin amainó el viento y pudieron llegar a San Juan de Ulúa, Madame estuvo de acuerdo con los marineros que expresaron: «Éste es el viaje del Orinoco, el que no se murió se volvió loco».
Ya en tierra
En Veracruz fueron hospedados en casa de una de las familias ricas de la localidad y, después de dos días de descanso, debieron continuar el trayecto hacia la ciudad de México; entonces, les ofrecieron dos opciones: hacer el viaje en litera o en diligencia. Eligieron la segunda, pero el día previsto fueron despertados a las dos de la mañana para abordar los «cajones» que les enviaron como carruajes. «Encajonados» y medio dormidos partieron surcando la arena de los médanos veracruzanos rumbo a Manga de Clavo, en donde el general Antonio López de Santa Anna los había invitado a desayunar.
Después de convivir un rato con el general y su esposa, a eso del mediodía abordaron dos carruajes con rumbo al camino real para esperar ahí el transporte que habría de conducirlos hasta la Ciudad de México. Por fin llegó una diligencia nueva —tirada por mulas, que son más resistentes que los caballos—, fabricada en los EE.UU., conducida por un cochero yanqui y escoltada por soldados mexicanos, con sus sarapes de colores y cascos emplumados, para protegerlos de los frecuentes asaltos que solían ocurrir en los caminos.
De no haber sido por los constantes tumbos entre hoyancos y piedras, Madame Calderón hubiera podido disfrutar mejor de la belleza del paisaje. Sus descripciones tienen gracia y estilo: «Se nos hacía difícil de creer, mientras proseguíamos nuestra jornada, que estuviéramos a mediados de diciembre. El aire era suave y embalsamado. El calor no agobiaba: parecía un día de julio en Inglaterra. El camino corre a través de un terreno boscoso. Árboles en flor, cubiertos de variedad de flores y cargados de las frutas tropicales más deliciosas […]. Las indias, con sus cabellos trenzados y con los niños colgándoles a la espalda, sus grandes sombreros de paja y enaguas de dos colores; las largas procesiones de arrieros con sus mulas cargadas y sus caras salvajes y tostadas por el sol; un casual jinete con su sarape de varios colores, su silla ricamente adornada, sombrero mexicano, estribos de plata y botas de cuero, todo es pintoresco».
Durante su estancia en México, Madame Calderón de la Barca mantuvo una copiosa correspondencia con su familia en España. Esto le sirvió para publicar La vida en México durante una residencia de dos años en ese país, un libro compuesto por 54 cartas.
Fueron cinco días de viajes que iniciaban a las dos de la mañana a la luz de las velas de sebo, y terminaban a veces cuando ya la luna les alumbraba el camino, con algunas noches de reposo en las posadas, que no siempre eran limpias ni cómodas. «La posada era sucia y las camas miserables, y no nos costó mucho trabajo levantarnos a las dos de la madrugada, a la luz de unas infelices velas de sebo que trajo el ventero».
Del pulque, los ladrones y el fin del viaje
Las meriendas consistían en platillos regionales cocinados con exceso de chile y ajo. «Teníamos muy buen apetito al bajarnos en la Ventilla, donde nos estaban esperando las autoridades que habían venido a dar la bienvenida a Calderón. Nos dieron deliciosas chirimoyas —una especie de flan natural— que nos gustaron, no obstante que era la primera vez que las probábamos, y también granaditas, plátanos, zapotes, etcétera. Fue en este lugar donde por vez primera probé el pulque: el sabor y el olor, combinados, me cogieron tan de sorpresa, que me temo que mis gestos de horror deben de haber sido cruel ofensa para el digno alcalde, quien le conceptúa como la bebida más deliciosa del mundo y, de hecho, se dice que cuando se vence la repugnancia al principio, es después muy agradable. La dificultad debe consistir en vencerla».