Tres cuartos de perfil hacia la derecha, cuerpo erguido, ni grueso ni delgado, rostro serio, casi marmóreo, solemne y color bronce; el pelo bien corto, peinado hacia un lado y totalmente pegado. Hombre de levita, chaleco y corbata de moño, que lleva una cartera con documentos debajo del brazo; la imagen indiscutible de un ícono nacional investido de leyenda: Benito Juárez.
Retrato de caricatura, éste que he descrito; dibujo satírico que acentúa las peculiaridades de lo satirizado, pero que, en el caso de Juárez, acusa a un primer golpe de vista su vocación letrada, su pertenencia a la clase de los «licenciados». Algunos textos se han escrito acerca de su instrucción, se ha debatido sobre sus posibles lecturas, su capacidad literaria y sobre la corrección o no de su lenguaje; por lo tanto, aquí sólo prestaremos atención tangencial a ello. El interés de este artículo se centra, en cambio, en sus manifiestos y en su epistolario, como pequeña colección de instantes de un homo politicus envuelto en la acción: un ser caracterizado por la adopción consciente de una ideología y su explicitación oral y escrita, develando así, de forma inconsciente, la importancia del lenguaje como un esclarecedor de ideas; una arena donde se ponen en juego posturas, luchas y debates que se sustentan en contenidos.
Entonces, algunos políticos escribían, ellos mismos, buena parte de sus discursos; los escritores fantasmas se infiltraban en los gabinetes ejerciendo alguna otra atribución y, cuando de redactar un manifiesto se trataba, debían ceñirse al ideario del sujeto en cuestión, respetando, en la mayor medida posible, sus propios repertorios lingüísticos.
La colección de documentos y cartas autógrafas de Juárez son numerosas y variadas. Aquí solamente rescataremos dos momentos del accionar político y discursivo de Juárez.
Manifiesto ante la invasión francesa, 12 de abril de 1862
«Mexicanos: El supremo magistrado de la nación, libremente elegido por vuestros sufragios, os invita a secundar sus esfuerzos en la defensa de la independencia; cuenta para ello con todos vuestros recursos, con toda vuestra sangre y está seguro de que, siguiendo los consejos del patriotismo, podremos consolidar la obra de nuestros padres. Espero que preferís todo género de infortunios y desastres al vilipendio y al oprobio de perder la independencia o de consentir que extraños vengan a arrebatar vuestras instituciones y a intervenir en vuestro régimen interior. Tengamos fe en la justicia de nuestra causa; tengamos fe en nuestros propios esfuerzos y unidos salvaremos la independencia de México, haciendo triunfar no sólo a nuestra patria, sino los principios de respeto y de inviolabilidad de la soberanía de las naciones.»
En enero de 1862 dio inicio la intervención francesa, británica y española al territorio mexicano, con el fin de hacer el reclamo de ciertos atropellos que consideraban que el gobierno debía subsanar; entre ellos, la moratoria al pago de la deuda externa. Ante el embate tripartita —que consistió en tomar militarmente las aduanas marítimas del país—, el gobierno juarista optó por una salida política, misma que no fue respetada en el caso francés, quienes más bien veían esta coyuntura como el primer paso para el restablecimiento de una monarquía en México bajo el mando de un gobernante leal a Napoleón III. El candidato ideal fue Fernando Maximiliano, archiduque de Austria.
El gobierno, amenazado, requería ejecutar un manifiesto o una proclama para dar noticia formal de la apertura de hostilidades e incitar la adhesión del pueblo. El medio por excelencia era entonces la prensa escrita y los boletines, punto de partida para la difusión masiva de forma oral.
Una epístola desde la oficialidad, carta a Maximiliano, Monterrey, 28 de mayo de 1864
«Respetable señor,
Usted me ha dirigido una carta confidencial fechada el 2 del presente desde la fragata Novara. La cortesía me obliga a darle respuesta, aunque no me haya sido posible meditarla, pues como usted comprenderá, el delicado e importante cargo de Presidente de la República absorbe todo mi tiempo sin descansar ni aun por las noches […] Sin embargo, me he propuesto contestar aunque sea brevemente los puntos más importantes de su misiva.
Usted me dice que “abandonando la sucesión de un trono en Europa, su familia, sus amigos y sus propiedades y lo que es más querido para un hombre, la patria, usted y su esposa doña Carlota han venido […] obedeciendo solamente al llamado espontáneo de la nación, que cifra en ustedes la felicidad de su futuro”. Realmente admiro su generosidad, pero por otra parte, me ha sorprendido grandemente encontrar en su carta la frase “llamado espontáneo”, pues ya había visto antes que cuando los traidores de mi país se presentaron por su cuenta en Miramar a ofrecer a usted la corona de México, […] usted vio en todo esto una ridícula farsa indigna de que un hombre honesto y honrado la tomara en cuenta. En respuesta a esta absurda petición, contestó usted pidiendo la expresión libre de la voluntad nacional por medio de un sufragio universal. Esto era imposible, pero era la respuesta de un hombre honorable […] Ahora cuán grande es mi asombro al verlo llegar al territorio mexicano sin que ninguna de las condiciones demandadas hayan sido cumplidas […] Francamente hablando me siento muy decepcionado, pues creí y esperé que usted sería una de esas organizaciones puras que la ambición no puede corromper.Usted me invita cordialmente a la ciudad de México, […] prometiéndonos todas las fuerzas necesarias para que nos escolten en nuestro viaje, empeñando su palabra de honor, su fe pública y su honor, como garantía de seguridad […] Me es imposible, señor, acudir a este llamado. Mis ocupaciones oficiales no me lo permitirán. Pero si, en el ejercicio de mis funciones públicas, pudiera yo aceptar semejante invitación, no sería suficiente garantía la fe pública, la palabra y el honor de un agente de Napoleón. […] Me dice usted que no duda que de esta conferencia […] resultará la paz y la felicidad de la nación mexicana y que el futuro del imperio me reservará un puesto distinguido y que se contará con el auxilio de mi talento y de mi patriotismo […] Ciertamente, señor, la historia de nuestros tiempos registra el nombre de grandes traidores que han violado sus juramentos, su palabra y sus promesas, […] pero el encargado actual de la Presidencia de la República, salido de las masas oscuras del pueblo, sucumbirá si es éste el deseo de la Providencia, cumpliendo su deber hasta el final, correspondiendo a la esperanza de la nación que preside y satisfaciendo los dictados de su propia conciencia.
Tengo que concluir por falta de tiempo, pero agregaré una última observación. Es dado al hombre, algunas veces, atacar los derechos de los otros, apoderarse de sus bienes, amenazar la vida de los que defienden su nacionalidad, hacer que las más altas virtudes parezcan crímenes y a sus propios vicios darles el lustre de la verdadera virtud. Pero existe una cosa que no puede alcanzar ni la falsedad ni la perfidia y que es la tremenda sentencia de la historia. Ella nos juzgará.»
Es inevitable observar las formas de cortesía vigentes en la época, y es que, a pesar de que se está dirigiendo a su adversario principal en ese momento, Juárez utiliza muchas de estas formas, propias del medio epistolar, aunque aquí revestidas de una especial solemnidad. Pero, bueno, además de la casi obligada cortesía, destaca la claridad incisiva de los conceptos expuestos, precisión, agudeza y sencillez, que da respuesta y cierre a un diálogo con fuertes connotaciones políticas e ideológicas, proceder de un tiempo en que la palabra, escrita y hablada, era considerada un arma ideológica.
Patria, nación, libertad, independencia, soberanía, traición, honor y respeto son algunas de las palabras más reiteradas por Juárez. La retórica, por su parte, se muestra como el telar en el que se hilvanan palabras, frases, enunciados y oraciones; en la escritura se funda la forma más certera de salvaguardar la memoria, fragata de la historia.
Consciente de ello o no —¿cómo saberlo?—, Juárez acepta que, descontento con la educación de primeras letras que recibía en Oaxaca: «…me resolví a separarme definitivamente de la escuela y a practicar por mí mismo lo poco que había aprendido para poder expresar mis ideas por medio de la escritura, aunque fuese de mala forma, como lo es la que uso hasta hoy».3 Dio inicio, así, la carrera de un homo politicus, homo scriptor; una especie en extinción.