¿No es lo mismo pero es igual? De eso presumen algunas farmacéuticas cuando promocionan sus medicamentos similares, que están compuestos con las mismas sustancias en igual proporción que las medicinas de patente, pero salen «bien baratas» y por eso las compramos.
Aunque si nos ponemos a reflexionar en lo que quiere decir similar, las sospechas empiezan a surgir. La palabra «similar» se deriva de semejar, que ya desde antiguo significaba «dar indicios una cosa de lo que es». Al señor Corominas le desagrada el término, por provenir del cultismo símil—de sĭmĭlis, ‘semejante’, adaptado del inglés similar (1661) y del francés similaire (1555)—, y por considerarlo un «extranjerismo de puro lujo que debiera proscribirse».
Fuereño o no, llegó a nuestros tiempos y al Diccionario del Español de México como un adjetivo masculino o femenino, el cual quiere decir «que tiene características o apariencias que se relacionan o tienen algo en común con las de otro». O más concreto, como lo dice el DLE: «Que tiene semejanza o analogía con algo.»
Entonces, regresando al asunto de las medicinas, resulta que las similares, a diferencia de las de patente o de los genéricos intercambiables, no están respaldadas por ciertas pruebas —como el tiempo que tardan en disolverse y la comparación de sus efectos mediante análisis de sangre— y tienen otros vehículos y excipientes, aunque la sustancia activa sea la misma. Así que si las tomamos y no nos curan como las otras, es porque sólo se parecen, tienen algo en común —la sustancia activa y la cantidad que indica la cajita—, pero iguales, iguales, no lo son, se quedan en el símil, en la apariencia, en ese «algo en común» que las hace eso, simplemente similares.