Chema jugaba con la pelota, la pelota jugaba con Chema; la pelota era un mundo de colores y el mundo volaba, libre y loco, flotaba en el aire, rebotaba donde quería, picaba por aquí, saltaba para allá, de brinco en brinco; llegó la madre y mandó a parar. Atrapó la pelota y la guardó bajo llave, dijo que Chema era un peligro para los muebles, para la casa, para el barrio y para la Ciudad de México, y lo obligó a ponerse los zapatos, a sentarse como es debido y a hacer las tareas para la escuela.
—Las reglas son las reglas—.
Chema alzó la cabeza:
—Yo también tengo mis reglas—.
Y dijo que, en su opinión, una buena madre debía obedecer las reglas de su hijo:
—Que me dejes jugar todo lo que quiera, que me dejes jugar descalzo, que no me mandes a la escuela ni a nada parecido, que no me obligues a dormir temprano y que cada día nos mudemos de casa.
Y mirando al techo, como quien no quiere la cosa, agregó:
—Y que seas mi novia.
Eduardo Galeano fue, además de uno de los ensayistas más críticos y emblemáticos de la izquierda latinoamericana, un fanático del futbol y sus conjuntos.