«Toda la angustiosa tensión que nos habita se expresa en una frase que nos viene a la boca cuando la cólera, la alegría o el entusiasmo nos llevan a exaltar nuestra condición de mexicanos: ¡Viva México, hijos de la Chingada!»
Octavio Paz, El laberinto de la soledad
Groserías, injurias, blasfemias, peladeces, maldiciones, juramentos, pestes, vulgaridades, palabrotas. Son las palabras tabú, prohibidas por algunos, odiadas por otros, pero no ignoradas por nadie que tenga edad suficiente para asistir a la escuela primaria.1 Son las malas palabras: esas obscenas… ¿exclusivas de la gente con muy poca o ninguna educación, evidencia innegable de pobreza lingüística y, por ello y por mucho más, despreciadas por el resto de la sociedad, no se diga ya por la literatura y, en especial, la ciencia?
¿En verdad es así? ¿No hay científicos que se hayan tomado la molestia de observar y experimentar con las groserías, más allá de emplearlas dentro y fuera del laboratorio y del aula universitaria? Porque sin importar edad, género y nivel socioeconómico, las palabrotas están presentes en nuestra vida diaria. Diversos estudios muestran que las palabras soeces cumplen con funciones comunicativas que difícilmente pueden lograrse a través de otros medios lingüísticos. Dicho de otra manera, a veces un «¡a huevo!» vale más que mil palabras.
Es posible que las propuestas de clasificación de las groserías sean tan numerosas como las groserías mismas. En su libro Anatomy of swearing —Anatomía de decir groserías—, el antropólogo Ashley Montagu distingue, por ejemplo, catorce categorías distintas. Algunos estudiosos las dividen simplemente en deístas o relacionadas con la religión —¡Diablos! ¡Me cago en la hostia!—, y viscerales o relacionadas con el cuerpo humano —¡Mierda!.
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Otros expertos en el tema señalan que las malas palabras recurren a temas tan diversos como la religión, el sexo, los desórdenes mentales, las funciones corporales, los grupos sociales y raciales y la nacionalidad. En lo que todos concuerdan es en que prácticamente todas las sociedades, incluso las más modernas, se guardan ciertos tabúes sobre la práctica de decir groserías.
Los datos con que cuentan quienes estudian el uso de las leperadas permiten afirmar, entre otras cosas, que comenzamos a decir palabrotas alrededor de los 2 años de edad; que dominamos sus múltiples significados como cualquier otro adulto desde que cumplimos entre 11 y 12 años; que son los adolescentes quienes las emplean de manera más intensiva y extensiva, y que decirlas —quién sabe qué tanto el escucharlas— tiene un efecto catártico. A pesar de esto, no existen registros históricos suficientes que nos permitan concluir si su uso se ha incrementado, disminuido o permanece relativamente constante con respecto a otras épocas.
- En la que, dicen estudiosos del tema como los psicólogos Kristin Janschewitz y Timothy Jay, no aprenden los niños la gran mayoría de ellas, como quisieran creer los padres: en lugar de ello, nuestros querubes llegan ahí con un vocabulario que incluye el manejo con soltura de varias decenas de ellas.