No fueron tres, ni magos y mucho menos reyes. Según San Mateo, en la época de Herodes llegaron a Jerusalén unos «magos» a preguntar por «el rey de los judíos que acababa de nacer», pero nunca señaló que fueran tres, ni reyes, sólo que venían de Oriente; se pensó que venían de Persia, donde vivió, en el siglo VI a.C., el profeta Zoroastro, quien estableció las bases de un culto que recibiría su nombre y cuyos sacerdotes fueron conocidos por los griegos como magoi.1
Se creía que podían manipular fuerzas sobrenaturales; a eso se le llamó magia y a sus practicantes, magos. Después, otros teólogos infirieron que los «magos» venían del sur de la Península Arábiga, de Babilonia o de la India.
En el siglo V, el teólogo Beda «el Venerable» registró que «el primero de los magos fue Melchor: un anciano de larga cabellera blanca y luenga barba […] el segundo, Gaspar, joven, imberbe, de tez blanca y rosada […]; el tercero, Baltasar, de tez morena…». A partir de entonces a los magos se les invistió como reyes.