Supone una experiencia inolvidable pasear por los patios y salones de la Alhambra y admirar la inagotable variedad de esos esquemas decorativos. Fuera incluso de los dominios del Islam, el mundo se familiarizó con aquellas invenciones a través de las alfombras orientales. Sus diseños sutiles y la riqueza de sus gamas cromáticas se los debemos, a fin de cuentas, a Mahoma, quien alejó el espíritu del artista de los objetos del mundo real para impulsarlo hacia el maravilloso de las líneas y los colores.
De cuento de hadas
Sectas musulmanas posteriores fueron menos estrictas en su interpretación del repudio de las imágenes, permitiendo que se representaran figuras siempre que no tuvieran ninguna significación religiosa. Las ilustraciones de novelas y fábulas realizadas en Persia a partir del siglo XIV, y posteriormente en la India, bajo el dominio de los musulmanes —mongoles— muestran cuánto habían aprendido los artistas de esos países de la disciplina que les redujo a dibujar formas lineales.
La escena a la luz de la luna en un jardín , de una novela persa del siglo XV, constituye un ejemplo perfecto de esa maravillosa habilidad. Parece un tapiz que adquirió vida en un mundo de cuento de hadas; en él hay tan escasa ilusión de realidad como en el arte bizantino, incluso tal vez menos. Carece de escorzos, no intenta mostrarnos la luz y la sombra, ni la estructura del cuerpo.
Las figuras y las plantas parecen recortadas en papeles de colores para ser distribuidas después sobre la página formando un conjunto perfecto. Pero, por eso mismo, las ilustraciones encajan aún mejor en el libro que si el artista se hubiera propuesto crear la ilusión de una escena real. Es posible seguir con la mirada al héroe que está en pie con los brazos cruzados, en la zona de la derecha, hasta a la heroína que se acerca a él, y dejar vagar nuestra imaginación por el mágico jardín iluminado por la luna sin que nunca, por lo demás, consigamos integrarnos totalmente a él.
Arte típico chino
La intromisión de la religión en el arte fue aún mayor en China. Sabemos muy poco acerca de los inicios del arte chino, salvo que los hombres de aquel país fueron muy expertos en el arte de fundir el bronce desde épocas muy remotas, y que algunas de las vasijas utilizadas en los templos antiguos se remontan al primer milenio a. C. —hay quienes afirman que son aún más antiguas.
Sin embargo, nuestras referencias de la pintura y la escultura chinas no son tan remotas. En los siglos previos y posteriores a Cristo, los chinos adoptaron costumbres funerarias semejantes a las de los egipcios, y en sus cámaras mortuorias —como en las de estos últimos—, se ven escenas que reflejan la vida y las costumbres de aquellos lejanos días.
En aquella época ya se había desarrollado lo que ahora se denomina arte típico chino. Los artistas chinos no eran tan aficionados como los egipcios a las formas angulares rígidas, prefiriendo las curvas sinuosas. Cuando tenían que representar un caballo encabritado, parecían extraerlo de cierto número de formas redondeadas ininterrumpidas. Y lo mismo podemos observar en su escultura, que parece girar y entrelazarse, sin perder su solidez y firmeza.
La influencia del Budismo
Algunos de los principales maestros chinos parecen haber tenido un criterio sobre el valor del arte análogo al sostenido por el papa Gregorio el Grande. Consideraban el arte como un medio para recordar al pueblo los grandes ejemplos de virtud de las edades doradas del pasado. Uno de los libros-rollo ilustrados más antiguos que se conservan consiste en una colección de célebres ejemplos de damas virtuosas, escrito en el estilo de las doctrinas de Confucio. Dícese que remonta al pintor Ku K’aichi, que vivió en el siglo IV. Uno de sus dibujos más notables muestra a un marido acusando injustamente a su esposa y encierra toda la nobleza y dignidad que relacionamos con el arte chino. Es tan claro en sus gestos y disposición como puede esperarse de un cuadro que también se propone introducir una lección en el hogar. Muestra, además, que el artista chino dominaba ya el difícil arte de representar el movimiento. No hay nada rígido en esta obra china primitiva, porque la predilección por las líneas onduladas confiere un sentido de movimiento a toda la pintura.
Pero el impulso más fuerte que recibió el arte chino había de venirle, probablemente, de otra influencia religiosa: la del budismo. Los monjes y ascetas del círculo de Buda fueron representados en estatuas asombrosamente llenas de vida. Una vez más observamos los trazos curvilíneos en la forma de las orejas, los labios o las mejillas, pero sin que falseen las formas reales; sólo les sirven de conexión entre sí. Advertimos que una obra semejante no es casual, sino que cada cosa está en su sitio contribuyendo al efecto del conjunto.
Arte para meditar
El budismo influyó en el arte chino no sólo al proporcionar a los artistas nuevas tareas, sino introduciendo un concepto nuevo respecto a la pintura, una consideración por los logros artísticos que nunca existió en la Grecia antigua o en la Europa anterior a la época del Renacimiento. Los chinos fueron los primeros que no consideraron el arte de pintar como una tarea servil, sino que situaron al pintor al mismo nivel que al inspirado poeta.
Hay algo maravilloso en esa limitación del arte chino, en esa deliberada sujeción a unos cuantos temas sencillos de la naturaleza.
La religión de Oriente enseñaba que no existía nada tan importante como la bien ordenada meditación. Meditación significa pensamiento profundo. Meditar es pensar y reflexionar acerca de la misma verdad sagrada durante muchas horas, fijar una idea en el espíritu y contemplarla desde todos lados sin apartarse de ella. Para los orientales es una especie de ejercicio mental, al que acostumbran a otorgar más importancia todavía de la que nosotros damos al ejercicio físico o al deporte. Unos monjes meditaban sobre simples palabras, dándole vueltas en la mente, sentados durante días enteros y escuchando el silencio que precede y sigue a la sílaba sagrada. Otro meditaban pensando en las cosas naturales, el agua por ejemplo, acerca de lo que podemos aprender de ella, que, tan humilde, cede, y sin embargo consume a la sólida roca; cuán clara, fría y fugaz es, y da vida al campo sediento; o sobre las montañas, que, aun siendo recias y señoriales, son tan bondadosas que permiten que los árboles crezcan sobre ellas.
Tal vez por ello, el arte religioso chino se consagró menos a referir las leyendas de Buda y los maestros chinos o la enseñanza de una doctrina particular —como hizo el arte cristiano en la Edad Media—, que como una ayuda para la práctica de la meditación. Artistas devotos empezaron a pintar el agua y las montañas con espíritu reverente, no para enseñar una lección determinada ni con un fin puramente decorativo, sino para suministrar puntos de apoyo a un pensamiento profundo. Sus pinturas sobre rollos de seda se guardaban en estuches preciosos, y sólo se desenrollaban en momentos apacibles, para ser contempladas y meditadas al modo en que se abre un libro de poesía y se lee y relee un hermoso poema. Ése es el propósito que anima los más excelentes paisajes chinos de los siglos XII y XIII.
El manejo del pincel
No debemos, naturalmente, esperar la configuración de un paisaje real. Los artistas chinos no salían al aire libre para situarse frente a un tema y esbozarlo. Muy al contrario, incluso aprendían su arte mediante un extraño método de meditación y concentración que empezaba por adiestrarles en «cómo pintar pinos», «cómo pintar rocas», «cómo pintar nubes», estudiando, no la naturaleza, sino las obras de los maestros célebres. Sólo cuando ya habían interiorizado esa destreza se ponían en camino y contemplaban la hermosura de la naturaleza para captar el estado de ánimo del paisaje. Al regreso, trataban de recobrar esos estados de ánimo coordinando sus imágenes de pinos, rocas y nubes de modo muy semejante a como el poeta podría reunir un cierto número de imágenes que se hubieran presentado en su mente durante el curso de un paseo.
La ambición de esos maestros chinos era adquirir tal facilidad en el manejo del pincel y la tinta que pudieran escribir sus visiones mientras aún estaba fresca su inspiración. Con frecuencia anotaban unas cuantas líneas poéticas y realizaban la pintura en el mismo rollo de seda.
Los chinos, por tanto, consideran infantil perseguir los detalles en los cuadros y compararlos después con los del mundo real. Prefieren encontrar en ellos las huellas visibles del entusiasmo del artista. Puede no ser fácil para nosotros apreciar la osadía de esas obras, consistente tan sólo en algunas formas vagas de cumbres montañosas emergiendo de entre las nubes. Pero si tratamos de situarnos en el puesto del pintor y de experimentar algo del respeto que él debió de sentir ante esas cumbres majestuosas, podremos al menos alcanzar un atisbo de lo que los chinos valoran superlativamente en arte.
El primoroso juego
Más fácil nos resulta a nosotros admirar la misma destreza y concentración en temas más familiares. La pintura de los tres peces en un estanque, nos da una idea de la paciente observación que debió de llevar a cabo el artista en el estudio de su sencillo tema, así como de la facilidad y maestría con que lo plasmó al ponerse a ejecutar su obra. Volvemos a observar lo aficionados que eran los artistas chinos a las curvas graciosas y de qué modo podían explotar sus efectos para dar la sensación de movimiento. Las formas no parecen seguir una pauta simétrica clara. Ni siquiera están distribuidas como en las miniaturas persas. Sin embargo, advertimos que el artista las ha equilibrado con pasmosa seguridad. Tales imágenes se pueden contemplar durante mucho tiempo sin aburrirse. Es un experimento que vale la pena intentar.
No es fácil para nosotros adaptarnos a ese estado de ánimo, porque somos «occidentales» inquietos con poca paciencia y conocimiento de la técnica de la meditación. Pero, si contemplamos prolongada y atentamente una pintura como ésta tal vez comencemos a experimentar algo del espíritu con que fue realizada, así como del elevado fin a que servía.
Con el paso del tiempo, casi cada tipo de pincelada con el que se podía pintar una caña de bambú o una áspera roca fue conservado y clasificado tradicionalmente, y fue tan grande la admiración por las obras del pasado que los artistas cada vez se aventuraron menos a confiar en su propia inspiración.
Los criterios acerca de la pintura se mantuvieron muy altos a lo largo de los siglos subsecuentes tanto en China como en Japón —donde se adoptaron estos conceptos—, pero el arte se fue convirtiendo cada vez más en una especie de gracioso y primoroso juego que perdió mucho de su interés. Sólo tras un nuevo contacto con las producciones del arte occidental, en el siglo XVIII, los artistas japoneses se arriesgaron a aplicar los métodos occidentales a temas nuevos. Cuán fructíferos resultaron también esos experimentos para Occidente cuando fueron descubiertos por primera vez.
Ernst H. Gombrich (1909-2001), además de haber recibido las mayores Órdenes de honor y méritos que puede otorgar el Reino Unido y sus academias, fue un profesor de historia que, con sus ensayos y reflexiones, revolucionó la forma de apreciar la experiencia artística. El mítico fotógrafo Cartier-Bresson lo describió de esta forma: «Ecuación: conocimiento + contemplación; solución: Gombrich».