«De colación puedes comer un yogurt o una fruta, no antes de dos horas ni después de cuatro de tu comida anterior. Y son dos colaciones al día», me dijo el doctor aleccionándome sobre mi nueva dieta, pero en lo único que pensaba yo era en la colación navideña, ésa que me daban en canastitas de plástico flexible, verdes, azules y rositas, la misma que, cuando ponían dentro de la piñata, se estrellaba contra el piso junto con la fruta y hacía un mazacote asqueroso que nadie se comía y que mis primos usaban como municiones para la resortera.
Entonces, resulta que hay de dos tipos de colación: el alimento ligero que se ingiere entre comidas y la de la piñata; esas bolitas con forma de nube o ahuevadas, rellenas de cáscara de naranja, cacahuate o almendra que sabían a basura —porque la cáscara de naranja sabe siempre a basura y las semillas siempre están rancias— y ésas otras chiquitas, lisas y azules que son menos repugnantes pues están hechas de puro azúcar pintado con un poco de anís. El nombre de esta colación proviene del latín collatio, de collare, ‘conferir’. En su origen, la palabra tenía un uso jurídico, pertinente en la redistribución equitativa de los bienes en las herencias. Resulta entonces una ironía que la colación se ponga en la piñata, en donde la repartición es todo menos equitativa.
La otra colación, la que me tengo que comer desde hace un año dos veces al día religiosamente, proviene del latín colare, ‘colar’, «pasar una cosa en virtud de engaño o artificio». Es decir, que me como la dichosa manzana —en el mejor de los casos, o en el peor: un licuado de sospechosa procedencia y ominoso sabor— para entretener la tripa o engañar a la solitaria nada más.
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