Visitaba una feria de libros montada en un espacio sorprendentemente amplio y generoso, cuando me detuve ante un puesto en donde exponían unos muy bien editados libros infantiles en cuyas portadas se podían admirar maravillosas ilustraciones.
De pronto, fui sorprendido por la vendedora, una mujer pelirroja y muy delgada a la que adiviné en la mitad de sus sesenta y quien, así a bote pronto, me señaló uno de los tantos libros que se encontraban en las repisas, dirigiéndose a mí en un tono y una intensidad que más que a invitación sonaba a sentida queja:
—Miiire, miiiiire usted qué maravilla; mire, un libro hecho por gente de la unam… y es que se han hecho ya libros de todo: libros sobre elefantes, sobre perros, sobre ballenas, sobre jirafas, sobre pájaros, sobre puercos, incluso libros sobre ratas, pero nadie nunca había hecho antes un libro sobre el armadillo y eso era muy injusto, porque ¡pobre armadillo! Mire, hasta que por fin a alguien se le ocurrió hacerle un libro al armadillo y mire nada más qué cosa tan hermosa; ándele, véalo, véalo sin compromiso; vea qué bonita historia sobre un armadillo.
Sintiéndome casi amenazado ante el armadillesco acoso de la pelirroja mujer y en parte intrigado por el hecho, hasta ahora por mí ignorado, de que nadie antes jamás le había hecho un libro al armadillo —animal que, por cierto, me simpatiza mucho—, tomé el libro en mis manos y lo fui hojeando de manera detenida, sorprendido por la belleza de sus ilustraciones. Al terminar de verlo, lo volví a colocar con todo cuidado sobre la repisa en la que era exhibido, al lado de otros libros con ilustraciones igualmente hermosas, y, acto seguido, me dirigí a la vendedora para decirle:
—Tiene usted toda la razón, señora: es un libro muy hermoso y sus ilustraciones son fantásticas; y también tiene usted razón en que nadie le ha hecho un libro al armadillo, porque este libro es sobre el tlacuache.
