Mucho de aquello sobre lo cual vengo a escribir, pertenece ahora al mundo de un romanticismo posmoderno interesante y divertido, olvidado y despreciado, pero custodiado con nariz de displicente gesto, en silencio, entre un grupo que sabe de qué se trata… a pesar de los vuelcos del destino, los cambios de gobierno, las infidelidades de los propios —y de los que fueron criados— y del ascenso innegable de un gremio temido: los meritócratas. Conoce la crónica de un desastre…
Los descendientes de los aristócratas virreinales por ahí andan aún paseando. Muchos se perdieron en la oscuridad de la ignorancia de su origen y se mezclaron con gente sin rango ni gloria. Algunos conservan la conciencia de su nacimiento y viven orgullosos en distintas condiciones. Otros, agobiadísimos por el destino de una tierra que fue monárquica y cayó en manos del «peladaje», hicieron matrimonios de conveniencia y regresaron a la península.
En todos ellos predomina la nostalgia por un pasado insigne, mientras se vive un presente funesto y sin promesas, pues eso de trabajar es de mal gusto, y en una nefanda sociedad meritocrática, lo de mal gusto está bien visto.
Aristocracia novohispana
La aristocratización del latifundista en México se originó en el siglo xvi. Los españoles llegados a las tierras americanas —o la gran parte de ellos— eran, en el mejor de los casos, hijos de algo; es decir, hidalgos, o segundones de buenas familias que se aventuraron a viajar en busca de un destino menos malo. Llegaron también nobles más viejos, claro: los virreyes en su mayoría, y algunos otros funcionarios de gobierno. Los conquistadores, por sus hazañas, fueron prontamente premiados por la Corona, pero la mayoría de los españoles y criollos que accedieron a títulos de nobleza, lo hicieron por otras razones y otras causas que sería un poco ocioso describir aquí.
Fue sobre todo en el siglo XVIII cuando proliferaron los títulos entre los habitantes criollos y españoles de las tierras nuevas. La guerra de sucesión en España trajo como resultado la entronización de los Borbones, muy afectos a tirar a diestra y siniestra títulos a quien se dejara. Ante este fantástico panorama, de pronto las pocas familias nobles que había en la Nueva España se vieron abrumadas por una cascada de marqueses, condes y hasta algunos duques, todos ellos salidos de ningún lado —o más bien de las minas de Zacatecas y Guanajuato, de los grandes latifundios, del infame comercio y el negocio prendario.
Con el advenimiento de la Independencia, la cosa se puso muy mal: muchas familias fueron expulsadas tras la caída del primer imperio —para luego volver, no hay que preocuparse— y los títulos de nobleza, ya sin reconocimiento oficial, fueron muchas veces dejados en el olvido. En esta coyuntura surge el oportunista español: no faltó quien, allá del otro lado del mar, revisara el Elenco de Grandezas y Títulos Nobiliarios para averiguar qué títulos americanos habían quedado vacantes. Con el uso de inteligentes estratagemas genealógicas —homonimias y sifonazos, entre otras genialidades—, snobs españoles de medio pelo se fueron apoderando de títulos otorgados en el pasado a quienes no tenían nada que ver con ellos.
Tiempos revolucionarios
Luego, ya en el México independiente, vino la historia braguetera de los ricos hacendados mexicanos que hicieron matrimonios con hijas de nobles españoles en la península —gente a la que conocieron en los lugares de veraneo a los que se asomaban para ver cómo se acomodaban socialmente en Europa—, y ésta fue la forma en que, para finales del siglo XIX, muchas familias de burgueses americanos —o nobles no titulados— se asentaron otra vez en México a disfrutar de una opulencia legitimada por títulos rimbombantes, en lo que llegaba la desastrosa revolución que daría en la chapa a tanta alegría.
«Desconfía del indio barbón y del español lampiño».
– Decir popular.
Digamos que, como regla general, la culpa la tienen la Revolución de 1910 y el reparto agrario que fue consecuencia de ésta: espantosos acontecimientos surgidos de la ingratitud y el resentimiento, emociones despreciables que nada bueno traen a quien en su alma las alberga. Es curioso ver cómo, incluso hoy, las familias del «tuvo» —«Mira, hijo: nuestra familia tuvo estas tierras, nuestra familia tuvo este palacio…»—, desacostumbradas al trabajo, culpan de su desgracia a este torrente de calamidades. Y no es para menos: trabajar, ya se ha dicho, es inaceptable.
Luego viene el tema de la negación ante la renovación de la sangre. En Il Gattopardo (1963) —adaptación de la novela de Giuseppe Tomasi di Lampedusa—, Luchino Visconti nos muestra al actor Burt Lancaster como el príncipe de Salina, riéndose de su propia gente en una escena de fiesta en un palacio siciliano, en la que unas princesitas jugando en un rincón —degeneradas físicamente por tanta endogamia— se le figuran al príncipe unos simios grotescos que brincan queriendo alcanzar las lámparas de cristal. En nuestra tierra, creámoslo o no, algo parecido sucede a veces: la Ciudad de México, con sus múltiples millones de habitantes, no deja de ser hogar de un reducidísimo grupo de nobles que se niegan a regar la sangre por ahí. Sobre todo, y bajo ningún concepto, con las multitudes recién bajadas de los barcos que les rescataron de horribles recuerdos, tanto en Europa como en el Medio Oriente. ¡Qué diría la reina!
El caso de Dorante
Laurent Tirard, en su filme Molière (2007), inventa a un par de personajes estereotípicos dignos de carcajada: Dorante, un noble decadente, y M. Jourdain, un burgués muy rico, pero que está muy triste porque no es noble. Dorante sabe que para mantener su estilo de vida —sin trabajar, claro está— tiene que hacer algo aprisa: ambos sujetos deciden casar a sus hijos, para bien de todo mundo. Con esa unión, Jourdain tendrá acceso a la nobleza y Dorante podrá seguir viviendo como sátrapa sin preocupaciones de ninguna índole.
El hijo de Dorante, sin embargo, está terco con que quiere trabajar. En una entrevista en la que los padres y los hijos se reúnen, preparándose a la unión de casas, al hijo de Dorante le da por ponerse a hablar de negocios con Jourdain, quien está fascinado de tener un yerno que, además de ser noble, le ayude con sus asuntos. Dorante respinga de inmediato: hay que callarse y dejar de hablar de dinero y de negocios, porque a todo mundo aburren esos temas y a nadie interesan lo suficiente. Para seguir con la plática, el hijo reta al padre recordándole que uno de sus antepasados había sido mercader de telas. Arrinconado, Dorante tiene que explicar el malentendido: su abuelo, en efecto, había sido gran amante de los buenos tapices; tan era así, que fabricaba bonitos ejemplares para sí mismo, y le quedaban tan maravillosamente bordados que sus amigos empezaron a pedirle que fabricara algunos para ellos. El noble señor había accedido y los obsequiaba encantado… a cambio de algo de dinero.
Trabajar para vivir
Hoy en México, varios descendientes de las principales familias virreinales, porfirianas e imperiales que no supieron manejarse como Dorante, han caído en el olvido pues, como nos dice el investigador Javier Sanchiz, entre la descendencia de los marqueses de Villar del Águila —por ejemplo— podemos contar a gente de toda mezcla de razas y de cualquier estrato social. Tantos años conviviendo con la misma gente y en el mismo espacio dan como resultado encontrones poco presumibles.
Pero, gracias a Dios, los bastiones de esta orgullosa clase se mantienen con un poco más de dignidad, y sin necesidad de caer en las garras del mercantilismo ni en el horror de las labores cotidianas. Se puede seguir viviendo como se ha venido haciendo durante tantos siglos. Se puede seguir yendo de vacaciones y vistiendo excelentes ropas —tan sólo hay que dar cada cuando un roperazo para cubrir las camisas deshilachadas—; se puede también seguir comiendo como comió Heliogábalo y yendo a las fiestas más divertidas. Y todo esto, claro está, sin tener que trabajar. Algunos sacrificios habrá que hacer, eso sí: quizá de pronto deshacerse de algún terreno, o ir descolgando de a poco cuadros, vendiendo tibores y jarrones chinos, marfiles filipinos y muebles de marquetería poblana. Pero qué más da: «los bienes están para solucionar los males».
Una cosa es clara, y lo seguirá siendo: con dinero y sin dinero, como «El Rey» de José Alfredo Jiménez, «noi continueremo a crederci il sale della terra».