Mis abuelos maternos eran profesores; él nació en Mérida, y ella, en Guadalajara. A mi abuelo le encantaban las bromas y era medio machista, así que siempre, molestaba a mi abuela con aquello de que Guadalajara era una ciudad «llena de maricones» —que es la fama que, dicho sea sin agravio de los jaliscienses, adornaba la perla tapatía.
Pero resulta que un día mi abuela conoció en el trabajo a un profesor originario de Yucatán que era homosexual y amaneradísimo. Entonces, ella pensó que ésa era la oportunidad que esperaba para vengarse de mi abuelo. Para ello, organizó una reunión en su casa para que ellos se conocieran y, dentro de la plática —en la que el profesor hacía gala de los más afeminados quiebres y nohínes, quiso poner en evidencia su origen preguntándole:
—Profesor, ¿verdad que usted nació en Mérida?
Y él le contestó:
—¡Ay, sí, profesora! Nací en Mérida, pero desde muy chiquito nos fuimos a vivir a Guadalajara y toda mi educación la recibí allí.
Mi abuelo estalló en carcajadas y le dijo a mi abuela:
—¿Ya ves? ¡En mi tierra nacen hombrecitos y en la tuya los echan a perder!
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