Nunca había sido gorda… hasta que fui «pasada del peso ideal». Nunca me había preocupado por tener el abdomen marcado… hasta que lo empecé a necesitar. Nunca me habían dicho qué debía o no comer… hasta que decidí practicar atletismo.
«Cambia la pasta por ensalada»
Durante mis años de primaria y secundaria no me miraba al espejo tan detenidamente y, a simple vista, oscilaba entre los adjetivos de flaca y delgada. Entre mis amigas siempre fui de las «flaquitas»; los entrenadores que tuve jamás me pidieron una dieta especial y dos o tres bolsas de papas pasaban por mis manos.
La hora del desencanto llegó terminando la secundaria, cuando por azares del destino fui a dar al Centro Nacional de Desarrollo de Talentos Deportivos y Alto Rendimiento —cnar— y, contrario a todos los pronósticos y a mi previa experiencia en pruebas de velocidad y saltos, entré como marchista, lista para ser un «talento en potencia» —sic— en la caminata.
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Tenía apenas 15 años y la báscula me era indiferente. Todo cambió cuando en mi primera semana de estar internada con un entrenador español, Jordi Llopart —medallista olímpico en Moscú 80—, se acercó a mí en el gimnasio y de manera muy casual me dijo: «Debes de bajarle a los carbohidratos, cambia la pasta por ensalada». No tardaron en mandarme al nutriólogo.
Ahí comenzó una de las épocas de mi corta vida que más fuerza de voluntad ha requerido.
Medía 1.69 y pesaba 60 kilogramos, un peso normal para una adolescente de 15 años, pero un poco excedido para una marchista. El 46.6% de mi peso era masa muscular, pero casi la mitad, el 17.3% era grasa. Grasa pura y no tan dura.
El desayuno era huevo todos los días: con ejote, con nopal, a la mexicana, pero siempre huevo. La ración, a criterio de quien lo servía, era suficiente para quedar satisfecho. Me quitaron panes y harinas, así que me tenía que privar del pan francés, único postre del día disponible.
La base de mi alimentación eran las ensaladas, único alimento que podíamos servirnos libremente y el que me daba las alegrías gastronómicas del día, pues traficábamos de forma clandestina un botecito de Tajín al comedor para darle sabor a las verduras.
Las comidas eran variadas pero nunca me ofrecieron nada parecido a una pizza con mucho queso o unos tacos.
Y en la cena, la constante era el cereal con leche sin grasa. Nunca pasé hambre, siempre tenía energía para entrenar, varios kilos de grasa se esfumaron y mis tiempos empezaron a mejorar.
Atletas de élite
Podríamos pensar que el cuerpo de Cynthia Valdez —gimnasta— y de Paola Espinosa —clavadista— son producto de agua y lechuga, pero no. Llegar a ser un atleta de alto rendimiento requiere horas de esfuerzo y para cubrirlas hay que ponerle «gasolina al tanque».
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Karem Achach, integrante de la selección denado sincronizado que ganó plata en los Juegos Panamericanos 2014, mide 1.69 y procura mantener un peso por debajo de los 59 kilogramos. En la fase competitiva y cuando viaja a eventos internacionales, su dieta se basa en cereales y ensaladas; de regreso a México se permite romper la dieta con unos tacos. Lo estético es de lo más reconocible en el nado sincronizado y aunque a las sirenas mexicanas no les piden un peso específico, sí les exigen mantenerse delgadas de forma atlética.
De un plátano al caldo tlalpeño
Por otro lado hay atletas a los que, además del gran desgaste físico que tienen durante sus entrenamientos, la competencia les exige un esfuerzo estratosférico. Tal es el caso de uno de los mejores deportistas que ha tenido el atletismo mexicano, el decatleta Rodrigo Sagaón. A diferencia de Karem, un día antes de la competencia él se toma una cerveza y se come una pizza margarita —que podría ser para tres personas.
Sólo durante la pretemporada nos es permitido dar rienda suelta a las porciones y a uno que otro antojo.
La dieta de Sagaón —con 1.90 metros de altura y 96 kilogramos—, es de porciones abundantes. Desayuna papaya o melón por ser frutas que tienen menor índice glucémico, seguido de un plato de claras de huevo con frijoles y termina con dos hot cakes; con esto obtiene la energía necesaria para su primera sesión de entrenamiento. En la comida evita cualquier lácteo y sólo toma sopa de verduras; continúa con un plato de lechuga, espinaca, brócoli y elige 300 gramos de pescado por encima del pollo y de cualquier otra carne por su gran contenido de omega 3, acompañado de una ración de arroz y pasta. ¿Su postre? Un plátano. En la cena es «un poco más libre» y se permite hasta un caldo tlalpeño que invariablemente complementa con pescado y ensalada, además de un puño de arándanos y almendras.
Según mi nutrióloga, Marién Fernández, una persona joven que realiza una actividad deportiva moderada, debe consumir entre 1400 y 1600 calorías diarias; hay atletas que consumen eso y más en una sola sentada
Otro caso es el del multimedallista olímpico Michael Phelps, quien durante su espectacular actuación enlos Juegos Olímpicos de Londres 2012, captó la atención de la prensa no sólo por su enorme nivel competitivo, también por el altísimo contenido calórico que poseía su dieta. Alrededor de 10 mil calorías diarias consumía el llamado «Tiburón de Baltimore» para cumplir sus sesiones de entrenamiento.
Sin embargo, otros deportes no permiten al atleta darse esos lujos de comida con grasa tan a menudo y menos antes de una competencia; incluso, hay a quienes necesitan deshidratarse por completo… ¿Quieres saber porqué? Consulta Algarabía 133 para conocer paso a paso el régimen de un deportista, y qué pasa cuando la dieta se rompe.