«Eres un anosmático de porra», gritaba una señora furiosa, mientras que, con un trapito minúsculo, trataba de quitarle a su hijo una enorme capa de maloliente lodo de encima.
Incluso, a pocos metros de distancia, el niño despedía un olor terrible y aún así él estaba tan campante. Me pregunté qué clase de ofensa sería ésa, y fue mi compañero de caminata el que terminaría con mis devaneos freudianos: anosmático es aquel que es incapaz de oler.
Percibimos el olor a menta, a podrido, a basura, a tabaco, a tierra mojada, a combustible, a café; sabemos que ya se quemó el pan, se tiró la leche y se nos achicharró el pelo con la secadora; nos damos cuenta de que le hace falta un cambio de pañal al bebé o que, ¡terror!, olvidamos ponernos desodorante; vamos por la vida con nuestra receptiva nariz lista para captar aromas que nos remiten a otros tiempos y situaciones —de hecho, podemos viajar en el tiempo y en el espacio gracias a un olor determinado—, olores de todos los días y, ¿por qué no?, hedores nauseabundos. Sin embargo, no todos olemos igual, ni detectamos los mismos olores, ni los percibimos con la misma intensidad.
Esto no lo viven los anosmáticos. Tres son los tipos de anosmia —como se conoce al padecimiento proveniente del prefijo άν- /án/, «privado», y del griego oσμή /osmé/, «olor»—: la congénita, detectada desde el nacimiento; la traumática, producto de un accidente; y la temporal, que ocurre por alergias o rinitis. Las dos primeras son incurables; la tercera puede tratarse con gran efectividad.
No existen cifras claras respecto al porcentaje de personas que la padecen alrededor del mundo; algunos dicen que aproximadamente 2% de la población. Por otra parte, gracias a la invención de narices electrónicas, los anósmicos podrían alejarse de riesgos potenciales, como un incendio o una fuga de gas, y, como un logro adicional, desde niños sabrían por qué su madre manotea y está furiosa.
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