En 1983 el artista juchiteco Francisco Toledo elaboró para este manuscrito una serie de ilustraciones publicadas por el Fondo de Cultura Económica. En 2013, para conmemorar los 44 años de la Galería Arvil y los 25 de Artes de México, se preparó una edición especial de la cual aquí reproducimos algunos fragmentos.*
A un chico lo llevan por primera vez al jardín zoológico. Ese chico será cualquiera de nosotros o, inversamente, nosotros hemos sido ese chico y lo hemos olvidado.
En ese jardín, en ese terrible jardín, el chico ve animales vivientes que nunca ha visto; ve jaguares, buitres, bisontes y, lo que es más extraño, jirafas. Ve por primera vez la desatinada variedad del reino animal, y ese espectáculo, que podría alarmarlo u horrorizarlo, le gusta. Le gusta tanto que ir al jardín zoológico es una diversión infantil, o puede parecerlo. ¿Cómo explicar este hecho común y a la vez misterioso?
Podemos, desde luego, negarlo. Podemos pretender que los niños bruscamente llevados al jardín zoológico adolecen, veinte años después, de neurosis, y la verdad es que no hay niño que no haya descubierto el jardín zoológico y que no hay persona mayor que no sea, bien examinada, neurótica. Podemos afirmar que el niño es, por definición, un descubridor y que descubrir el camello no es más extraño que descubrir el espejo o el agua o las escaleras. Podemos afirmar que el niño confía en los padres que lo llevan a ese lugar con animales.
Además, el tigre de trapo y el tigre de las figuras de la enciclopedia lo han preparado para ver sin horror al tigre de carne y hueso. Platón —si terciara en esta investigación— nos diría que el niño ya ha visto altigre, en el mundo anterior de los arquetipos, y que ahora al verlo lo reconoce. Schopenhauer —aún más asombrosamente— diría que el niño mira sin horror a los tigres porque no ignora que él es los tigres y los tigres son él o, mejor dicho, que los tigres y él son de una misma esencia, la Voluntad.
Pasemos, ahora, del jardín zoológico de la realidad al jardín zoológico de las mitologías, al jardín cuya fauna no es de leones sino de esfinges y de grifos y de centauros. La población de este segundo jardín debería exceder a la del primero, ya que un monstruo no es otra cosa que una combinación de elementos de seres reales y que las posibilidades del arte combinatorio lindan con lo infinito.
En el centauro se conjugan el caballo y el hombre, en el minotauro el toro y el hombre —Dante lo imaginó con rostro humano y cuerpo de toro— y así podríamos producir, nos parece, un número indefinido de monstruos, combinaciones de pez, de pájaro y de reptil, sin otros límites que el hastío o el asco. Ello, sin embargo, no ocurre; nuestros monstruos nacerían muertos, gracias a Dios. Flaubert ha congregado, en las últimas páginas de la Tentación, todos los monstruos medievales y clásicos y ha procurado, sus comentadores nos dicen, fabricar alguno; la cifra total no es considerable y son muy pocos los que pueden obrar sobre la imaginación de la gente. Quien recorra nuestro manual comprobará que la zoología de los sueños es más pobre que la zoología de Dios.[…]
Martínez, 29 de enero de 1954.
El mono de la tinta
Este animal abunda en las regiones del norte y tienen cuatro o cinco pulgadas de largo; está dotado de un instinto curioso; los ojos son como cornalinas, y el pelo es negro azabache, sedoso y flexible, suave como una almohada. Es muy aficionado a la tinta china, y cuando las personas escriben, se sienta con una mano sobre la otra y las piernas cruzadas esperando que hayan concluido y se bebe el sobrante de la tinta. Después vuelve a sentarse en cuclillas, y se queda tranquilo.
Wang Ta-Hai (1791)
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