En 1935, unos pocos años después de conocerse, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares —con 36 y 21 años respectivamente— iniciaron un fecundo y original trabajo en colaboración que persistió casi por el resto de sus vidas. Durante este periodo publicarían textos y libros juntos y bajo seudónimos —«porque nosotros somos admiradores de la modestia»—, de los cuales los más famosos son H. Bustos Domecq y B. Suárez Lynch.
Sobre el primero, el mismo Bioy cuenta: «…Ocurre que en mi familia todos tienen un solo nombre. Un tío mío por ejemplo —uno de los tres que se suicidaron en mi familia—, se llamaba Enrique y firmaba Enrique H. En realidad H. no quería decir nada. Bustos por un antepasado de Borges y Domecq por un ancestro mío».
El primer trabajo que hicieron en forma conjunta fue un folleto publicitario para difundir las propiedades benéficas de la leche ácida o cuajada.
Me encargó que escribiera un folleto sobre las virtudes terapéuticas y saludables del yogur. Enseguida le pregunté a Borges si quería colaborar, y me contestó que sí. Pagaban mejor ese trabajo que cualquier colaboración que hacíamos en los diarios». Setenta años después, ese folletito que en su tiempo se repartió en las lecherías, se ha convertido en una obra de arte —la prosa es culta y poética, la forma en que está redactado es clara y directa, el contenido es erudito—; por ello, vale la pena reproducir algunos fragmentos para beneplácito del lector y para que, a su vez, conozca el primer trabajo en colaboración de estas dos leyendas literarias.
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La leche cuajada limpia el organismo del hombre; adentro de él, ensancha su vida. Los mayores arcanos suelen estar a nuestro alrededor; también algunas maravillas; la costumbre excusa la conciencia, miramos sin ver y, lo que es peor, creyendo que nada queda por ver y vamos a lo remoto, menos inalcanzable que lo inmediato, en busca de esfinges y de maravillas. El elixir de la larga vida, de los cuentos y de algunas débiles fallas de nuestra desesperanza, es por todos conocido: la leche cuajada, alimento de Matusalén.
Desde las más remotas edades los hombres eligieron como acidificante la leche cuajada. Hay pruebas de ello en la Biblia. Cuando Abrahán, «sentado a la puerta de su tienda en el calor del día», vio que tres hombres o tres ángeles se le acercaban, les ofreció leche cuajada. Dios mismo incluye entre los alimentos concedidos al pueblo de Israel, la leche cuajada —Deuteronomio, capítulo 32, versículo 14.
No imaginemos, sin embargo, que se trata de un alimento relegado a los anaqueles de la historia. A lo largo del tiempo la humanidad se ha mantenido fiel a este fiel defensor de su vida. Lo atestiguan los ejemplos siguientes: El alimento fundamental de diversos pueblos de Sud África es la leche cuajada, los mpseni la ingieren casi solidificada. El doctor Lima de Mossamedes —África Occidental— refiere que los indígenas de muchas regiones de Angola se alimentan casi exclusivamente con leche cuajada. El Doctor Nogueira confirma esa observación.
«Quien tiene salud tiene esperanza y quien tiene esperanza tiene todo», dicen los árabes, esos musculosos halcones del desierto, pero ellos tienen detrás de la esperanza algo que lucha por su salud: la leche cuajada.
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En Francia se registran, entre muchos otros, los casos de María Priou, que murió en 1837 a la edad de 158 años, y de Ambrosio Jante, que murió en 1751 a la edad de 111. El alimento principal de los dos era leche cuajada, pan de centeno, queso y agua.
Otro longevo memorable, George Bernard Shaw, piensa que el promedio vital debe ascender a 300 años y que si la humanidad no alcanza esa cifra, «nunca llegaremos a adultos y moriremos puerilmente a los 80 años, con un palo de golf en la mano…».