Por María del Pilar Montes de Oca
Se dice por ahí que «sólo los locos pueden ser felices» porque no ven la realidad tal cual es, porque viven en un mundo propio que se han construido para no lidiar con el vacío, con lo efímero y banal que es el existir de los seres humanos.
Los felices están locos porque construyen su propia mentira, porque no ven lo que realmente debe verse: la falibilidad, la debilidad y el vago devenir en la existencia misma.
«En casi toda la historia, Anónimo ha sido una mujer».
Virginia Woolf
Al lado de ellos, nos encontramos con otros: una gran masa infeliz que parece feliz porque tiene una «paz barata», que prefiere «no ver» y «no pensar»; esa que puede afiliarse a religiones, sectas, partidos políticos o a cualquier célula ideológica, para que otros piensen por ellos y así quitarse de encima la responsabilidad de su propia vida o que simplemente se quedan en la penumbra de la mediocridad abusando del recurso, llámese éste ejercicio, droga, alcohol, dinero, compras o lo que sea, para poder sobrellevar el día a día.
Sin embargo y por buenaventura, hay también otra clase de personas que hacen la noria girar, que se atreven, que se inconforman y se cuestionan todo, que son apocalípticos —a la manera de Eco— y que, la mayor parte de las veces, no son felices, o si lo son es porque han aprendido a vivir con el vacío, con lo que no está —y no estará nunca.
Una luz aquí requiere una sombra allá.
Virginia Jackson Stephen Duckworth —Woolf al casarse— es uno de esos seres; no sólo por no haberse conformado con su destino, por haber disentido y por haber osado lo que osó en su época y lugar, sino también por haber sufrido y deseado, y por ser una mujer de contrastes. Heredera de la cultura falocrática de la época victoriana, luchó incansablemente contra ese tiempo que le tocó vivir y contra una enfermedad morbosa y fatal; contra lo que su sensibilidad aguzadísima y su inteligencia suprema no podía concebir ni aceptar, y contra su circunstancia, que siempre le quitó el aire y que terminó por ahogarla.
Hija de una familia acomodada, creció rodeada de un ambiente literario y cultísimo. Su padre, Leslie Stephen, casado con Julia Jackson Duckworth, fue un crítico literario que poseía una amplia biblioteca. Cuando ella cumplió los 16 años, por fin pudo entrar sola a aquel lugar prohibido y explorar todo lo que deseaba. Así empezó a leer un ejemplar tras otro: «Ginia está devorando libros, casi con más rapidez de la que yo quisiera» —diría su padre—. Pero, de todas formas, ella sentiría durante toda su vida que su educación había sido deficiente por ser mujer, ya que Cambridge era un lugar reservado a los hombres y, por lo tanto, ellas —su hermana Vanessa y la propia Virginia— podían pasar las mañanas estudiando griego o pintura, pero las tardes las consagraban a ocupaciones propias de su «papel histórico», como servir el té o mostrarse amables con las visitas. Sin embargo, tanto Vanessa como Virginia habían heredado la independencia, la inteligencia y el gusto por el arte, la una por la pintura y la otra por las letras.
Pronto padeció la joven Virginia la primera de sus depresiones —se dice que tenía principios de esquizofrenia y que era maniacodepresiva o bipolar— tras la repentina muerte de su madre, el 5 de mayo de 1895, cuando tenía 13 años, y la de su media hermana Stella, dos años más tarde. Poco después, la muerte de su padre da pie a una segunda crisis nerviosa que incluso la incapacita: durante estas crisis no hablaba, no comía y se la pasaba en cama sufriendo una angustia y una tristeza abismales, o bien, tenía periodos maniacos en los que no paraba de moverse, hablaba incoherencias, alucinaba y no dormía.
Esta enfermedad sería el sello distintivo de Woolf, la definió, fue el hilo conductor de su vida y la razón de su muerte.
Con su hermana Vanessa —pintora que se casaría con el crítico Clive Bell— y sus dos hermanos, se estableció al poco tiempo en el barrio londinense de Bloomsbury. Su casa se convirtió en centro de reunión de antiguos compañeros universitarios de su hermano mayor, entre los que figuraban intelectuales de la talla del escritor E. M. Forster, el economista J. M. Keynes y los filósofos Bertrand Russell y Ludwig Wittgenstein, y que sería conocido como el grupo o círculo de Bloomsbury.
En 1912, a los 30 años, se casó con el escritor Leonard Woolf, economista y también miembro del grupo, y a pesar de su bajo rango social y económico —Woolf se refirió a Leonard durante su compromiso como un «judío sin un céntimo»— la pareja compartió un lazo muy fuerte que duró 30 años.
El artista, después de todo, es un ser solitario.
La ética del grupo de Bloomsbury estaba en contra de la exclusividad sexual, y en 1922, Virginia conoció a la escritora Vita Sackville-West, con la que inició una relación que duró la mayor parte de los años 20. A ella fue dedicada una de sus obras más emblemáticas: Orlando (1928), que narra la vida del héroe homónimo de dos sexos que abarca tres siglos.
Todos y cada uno de sus libros no sólo se impregnan de sus vivencias, sino también de los acontecimientos que se suscitan en su tiempo: la aparición de la psicología, la I Guerra Mundial, la rebeldía de las vanguardias pictóricas y literarias, lo consciente y lo inconsciente, la irrupción del cine, la condición de la mujer, el librepensamiento, la habilidad de introspección, la reflexión y el análisis constante como fuente inagotable.
Algunas de sus obras
- Al faro (1927)
- Los años (1937)
- Las olas (1931)
- Orlando (1928)
- Entre actos (1941)
A lo largo de su trabajo como novelista, sobre todo en Orlando, El cuarto de Jacob, Flush, Al faro y La señora Dalloway, así como en su libro de ensayos Una habitación propia, puede verse desarrollada la premisa que abanderó a lo largo de su vida y obra: el ser humano se encuentra siempre atrapado entre el paso del tiempo, la muerte, el devenir, la fertilidad imparable —antes de los anticonceptivos— que margina a la mujer; la guerra, los conflictos de la mente, la infancia que se convierte en destino y el sinsentido del acontecer cotidiano; en este sentido, Woolf abriría caminos antes inexplorados en la manera de narrar y de vernos a nosotros mismos.
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El flujo a la inconsciencia
Después de haber leído a Freud —la primera traducción al inglés de la obra del padre del psicoanálisis se imprime en la editorial de su propiedad— desarrolla su propio método psicoanalítico para explicar las sensaciones, la memoria y la represión, el fluir de la conciencia a la manera de Joyce, que fue su coetáneo, trayendo y llevando las palabras para lograr que éstas reflejen vagamente las imágenes del inconsciente.
El día 28 de marzo de 1941, por la mañana, Virginia se encaminó al río Ouse, cerca de su casa de campo en Sussex, metió piedras a su abrigo y se sumergió en el agua y en la muerte. Era un día frío y luminoso, tenía 59 años y había dejado dos cartas, una para su hermana Vanessa Bell y otra para su marido Leonard Woolf, las dos personas más importantes de su vida.
Conoce acerca de su trabajo como novelista, de su acercamiento a Freud y de su muerte en Algarabía 71.
Referencias:
- ↑Umberto Eco, Apocalípticos e integrados, Colección Fábula, México: Tusquets, 2009.
- ↑v. «Bloomsbury, el grupo de un largo fin de semana», en Pago por ver… y por oír, Colección Algarabía, México: Lectorum y Otras Inquisiciones, 2007.
María del Pilar Montes de Oca Sicilia es amante de la buena literatura, de la clásica, de la que juega magistralmente con la lengua, de la que perdura y acompaña y libera, como la de Virginia Woolf, pero es, ante todo y sobre todo, una ferviente apocalíptica, que ha aprendido a vivir con la falta y el vacío y por tanto puede considerarse feliz, a ratos.